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Desaparición forzada: tragedia persistente
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oy es el Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas, instaurado en 2010 por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) para crear conciencia acerca del aumento en la incidencia de este flagelo, definido como el arresto, la detención, el secuestro o cualquier otra forma de privación de libertad que sean obra de agentes del Estado o por personas o grupos de personas que actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o del ocultamiento de la suerte o el paradero de la persona desaparecida. Es importante señalar que la Convención internacional para la protección de todas las personas contra las desapariciones forzadas contempla también como responsabilidad del Estado esclarecer aquellos casos que cumplan con la anterior definición, incluso cuando no haya agentes estatales involucrados en la comisión del delito.

La desaparición forzada, ya sea perpetrada por el Estado o por particulares, es una práctica que en nuestro país ha cobrado un carácter sistemático al menos desde la llamada guerra sucia en la década de los 70, cuando el gobierno la ejerció contra opositores políticos y activistas, y en los años recientes se ha visto recrudecida por la irrupción del crimen organizado como un actor armado fuera de control. Sobre la escala que dicho fenómeno posee en la actualidad, cabe recordar que en abril pasado Jesús Peña, representante adjunto de la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, calificó de aterradoras las dimensiones que la desaparición de personas ha cobrado en México.

La percepción del funcionario citado corresponde con las funestas cifras: de acuerdo con el corte estadístico del 30 de abril del Sistema Nacional de Seguridad Pública de la Secretaría de Gobernación, el cual contiene los datos oficiales más recientes con que se cuenta, 32 mil 218 personas se encontraban desaparecidas; es decir, 2 mil 301 personas más que quienes se encontraban en esa condición en 2016, cuando se registraron más de 10 víctimas de este delito cada día.

Al hablar de desapariciones forzadas no puede pasarse por alto que el próximo 26 de septiembre se cumplirán tres años de la sustracción de 43 estudiantes de la Normal Rural Raúl Isidro Burgos, de Ayotzinapa durante una serie de ataques que hasta hoy no han sido esclarecidos y durante los cuales fueron asesinadas seis personas, mientras varias más recibieron heridas de distinta gravedad. Motivo especial de preocupación para los familiares de las víctimas y de indignación para varios sectores de la sociedad es que en los 35 meses transcurridos desde la tragedia de Iguala, las autoridades se hayan mostrado omisas en las investigaciones, reacias a atender las recomendaciones del grupo de expertos designado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para coadyuvar en su búsqueda y, en suma, preocupadas más por cerrar el expediente que por localizar a los normalistas.

El crecimiento diario de personas cuyo paradero se desconoce es una prueba palpable del fracaso de las instancias encargadas de la procuración de justicia, así como de la omisión del Estado en su función elemental de garantizar la integridad física y patrimonial de los ciudadanos. Que esta tragedia persista pese a cambios institucionales como la creación en 2013 de la Unidad Especializada de Búsqueda de Personas Desaparecidas, transformada en Fiscalía Especializada en octubre de 2015, es también un recordatorio de que los gestos protocolarios de poco sirven en ausencia de voluntad política para resolver los graves problemas nacionales.