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TLCAN: desastre agrícola
D

esde que el primero de enero de 1994 entró en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), negociado por el gobierno de Carlos Salinas de Gortari con sus partes de Estados Unidos y Canadá, el sector agrario mexicano ha sido objeto de un desmantelamiento sistemático a causa de la radical asimetría en el tratamiento que las naciones firmantes dan a sus respectivos productores. Mientras en Estados Unidos la agroindustria disfruta subsidios hasta de 30 por ciento, de este lado de la frontera tales apoyos no rebasan la tercera parte de dicha cifra, disparidad que se refleja en que, durante los primeros 21 años de vigencia del acuerdo, únicamente en dos México logró una balanza comercial favorable en este rubro ante su vecino.

Un ejemplo claro de lo dicho se encuentra en el caso del maíz, bien que representa alrededor de 60 por ciento del valor y el volumen de la producción agrícola nacional: entre 2010 y 2014, las importaciones de este grano vital en la dieta de la población mexicana se incrementaron casi 30 por ciento, pese a que en el mismo periodo el consumo aumentó al menos siete puntos porcentuales. Es decir, el crecimiento de las compras al exterior se sustenta no en una ampliación de la demanda, sino en un desplazamiento de los productores locales por grupos extranjeros.

Lo anterior explica que los productores agrícolas estadunidenses y los legisladores provenientes de entidades rurales hayan reiterado ayer su exigencia al presidente Donald Trump para que dé marcha atrás en su anunciado propósito de renegociar en su totalidad el TLCAN, considerado por el magnate un acuerdo ruinoso para los intereses de su país. Y también hace comprensible que, en contraste, las organizaciones campesinas mexicanas saludaran la intención del político republicano de sacar a Estados Unidos del tratado si México no accede a la renegociación completa: muchos integrantes del agro ven el fin de la asimétrica liberalización comercial como la única oportunidad para construir nuevas relaciones de producción e intercambio en beneficio de las mayorías.

Es necesario remarcar que el desastre económico y la pérdida de soberanía alimentaria que suponen el abandono del campo se traducen a la vez en una catástrofe humana: 6 millones de mexicanos del ámbito rural expulsados del país durante dos décadas, obligados a cruzar la frontera norte en condiciones precarias, que ponen en riesgo sus vidas, y a enfrentar condiciones discriminatorias y de persecución al buscar empleo en sus lugares de destino. Tampoco puede ignorarse la incidencia de esta política de asfixia del sector agrícola en el crecimiento descontrolado del cultivo y el tráfico de estupefacientes, con sus secuelas de violencia extrema y desgarramiento adicional del tejido social: en efecto, los grupos del crimen organizado se benefician de terrenos antes dedicados a la producción de alimentos, mientras miles de familias se ven orilladas al cultivo de enervantes por la imposibilidad de colocar en el mercado su producción tradicional.

Lo expuesto deja clara la urgencia de que, ante las conversaciones que deberán comenzar en unas semanas, el gobierno mexicano emprenda un amplio proceso de consulta entre los diversos actores que conforman este ramo primario para conocer de primera mano sus necesidades, de tal manera que cualquier nueva versión del acuerdo tome en cuenta la recuperación de la soberanía alimentaria, la defensa de los granos básicos que forman parte del patrimonio cultural mexicano y una política de empleo con ingresos suficientes para garantizar la dignificación de los empleos agrícolas.