Opinión
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Difícil camino al paraíso
L

os recientes procesos electorales con su despliegue de miserias refrendaron una situación nacional ingrata y por tanto fácilmente rechazable: Ciertas realidades parecen no tener marcha atrás y, más aún, su degradación es imparable. Sí, está claro que México no accederá fácilmente a una deseable estabilidad política, de armonía social ni a una menos penosa desigualdad. No es esta una afirmación nostálgica, sino un juicio, ojalá errado, de que, hasta dónde la vista alcanza no hay factores creíbles, humanos y circunstanciales, confiables para un alivio suficiente y pronto de nuestros aprietos actuales.

Los tiempos prelectorales levantaron expectativas de que algo sería mejor. Alentaron a creer que pudiera haber esperanza y valor, pero no fue así. La verdad se reveló a partir del festinamiento precipitado de autoridades y candidatos provocando grandes escepticismos y pesadumbre. Y no es simplemente un tema de personalidades ni de partidos, Peña, Del Mazo, Delfina o Josefina. Es que el derrumbe nacional de estos 18 años es tan severo que no bastará por años el solo talento, destreza y esfuerzo de futuros paladines para alcanzar el feliz disfrute de los valores a los que legítimamente aspiramos. Nada bastará sin la olvidada participación social, no bastará sin una visión revolucionaria.

El daño mayor es la invalidez del derecho y la ineficacia de la justicia en general, lo que incluye a la corrupción. El daño está en la salud, la violencia, la ignorancia, el desempleo y la penuria consecuente. Debe empezarse con un ejercicio de aceptación de la magnitud y complejidad del problema y plantearnos radicalmente el diseño de un país distinto, realista, aunque seguramente menos generoso, pero sí más igualitario.

El individualismo al que varios gobiernos nos han conducido y que está tan acendrado, es el enemigo de una sociedad generosa, cohesionada y participativa, la que favorablemente sigue existiendo como patrimonio público en las esferas más modestas de la población, sean rurales o urbanas. Esta humildad es uno de los tesoros nacionales porque es la base de la dignidad y del honor nacionales.

Vía egoísmo y ambición, del individualismo se derivan los más de nuestros males. Lo que empezó como práctica de grupos elitistas pronto cundió como la cultura simple de aspirar, de vivir frívolamente deseando poseer, de poseer más, de existir sólo para el disfrute íntimo.

Acabó con el altruismo, raíz de una sociedad propia de la democracia liberal que no alcanzamos a consolidar. El consumismo, ese sentimiento de necesidad, la ostentación como exhibición de lo excedente, fueron el mayor incentivo de la fractura social. Hoy sufrimos ser una sociedad rota, sin política conductiva como tal, vamos errabundos como colectividad, simplemente deambulamos tras destinos buscados sólo para la gratificación de ciertos individuos.

Los partidos políticos, conductores naturales de la sociedad, expresados como poderes constitucionales se deformaron. El PRI no hizo honor a su lema: Democracia y Justicia Social. Eso hubiera bastado, nadie continuó a una sucesión de políticos admirables que en él se dieron. Los otros, PAN y PRD, también nutridos en sus principios por grandes hombres, no supieron madurar ante el reto de ejercer el poder y se degradaron en él. Morena aún no tiene un pasado suficiente para profundizar un juicio. Es por ello que la oferta de cambio de esas organizaciones políticas es insuficiente. Si, siguen pensando sólo en ellos, en el cómo no perder o recuperar el poder para el bien de su camarilla. Hace mucho que dejaron de sentir al país y menos ofrecen la visión transgeneracional que nuestras miserias demandan.

El cambio esencial que urge implica para los líderes de mañana poseer ciertas dosis de heroicidad y deberá partir de gestos de honestidad al aceptar que, dejadas culpas a un lado, el mal o los males son superiores a los pobres horizontes de los seudoguías del histórico compromiso. Dentro del proceso de la aceptación debe estar claramente definido que los males nacionales, de carácter casi trágico, demandan esfuerzos de profunda creatividad que no acaben siendo de vigencia menor como hasta hoy han sido.

No conllevan estas líneas ningún aliento de fatalidad, no. Invitan a reconocer que se dejaron atrás muchos valores perennes como capital eminente del país: la decencia de conducta como raíz de la dignidad y del honor; también se olvidó el sentido del cumplimiento del deber y la honestidad en todo acto. Estas líneas no sólo expresan la necesidad de reconocer viejos valores incontrovertibles si no incorporar nuevas razones que reclaman atención urgente.

El camino al paraíso es tarea tan mayor como pobres son hoy los planteamientos de los partidos y sus postulantes. Exudan miserias conceptuales, expresan ideas que invitan a la risa o causan un toque de dolor. Pero, ¿sería mucho pedir un poco de decencia, modestia y eficacia?