Opinión
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Acerca de mi hermano
L

os recuerdos de mi infancia que están unidos a la figura de mi hermano se remontan a tan temprana edad que no podría decir cuándo comienzan, escribe Stanislaus Joyce sobre James en El guardián de mi hermano, libro que recomiendo ampliamente a quienes hayan tenido un hermano inteligente y disfrutado de su camaradería, como fue mi caso. Aunque lo conocerían como Karl, siempre lo llamé Carlos, así prefería de niño y se me quedó. Compartimos dormitorio hasta mis siete años, cuando me apartaron de mis hermanos y me mandaron a dormir a la azotea. Como quiera, nuestra fraternidad y nuestras pugnas transcurrieron al aire libre. Mis padres no eran dados a salir, salvo discretos picnics, pero teníamos un jardín simpático, con la huerta del abuelo paterno al otro lado de una valla insignificante, y una azotea inmensa como aeropuerto. Muchos recuerdos de infancia y aún después suceden en el lodo y la maleza. De ahí que se nos impusiera más allá de lo normal el uso de pantalones cortos, ignorando las burlas inclementes que sufríamos en la escuela. El argumento: siempre regresábamos con las rodillas de los pantalones verdes o rotas.

Más allá de la nostalgia porfiriana y una germanofilia contradictoria, el recinto familiar no fue especialmente cultural ni artístico. Salvo la Biblia y Los bandidos de río Frío, no había libros. Mi madre desconfiaba de ellos y la poesía le parecía tiempo perdido; la única biblioteca, con ciertas novelas de aventuras, se encontraba bajo llave en el estudio de ingeniero de mi padre arriba de la cochera. La música fue excepción gracias al amor de mi madre por la música clásica, heredado de su padre Juan y de sus antepasados, que, como descubrió Carlos el musicólogo, formaron el Coro Alemán de la Ciudad de México por ahí de 1880.

La música comenzaba a sonar con los rayos del sol en idas y venidas por el fonógrafo y el cuadrante entre Radio Universidad y XHLA, un paraíso sonoro que duraba el día entero. Carlos mamó desde la cuna la mejor música del mundo. Justo es reconocer que mi madre, tan conservadora de ideas, reservó para la música una apertura notable, adoró a Stravinsky y los soviéticos, Satie, Barber, Revueltas, Villalobos, incluso Weill, Milhaud y Mahler, aunque fueran judíos. Sólo un fantasma estuvo prohibido: Richard Wagner, obsesión secreta y culposa que disimulaba en Brahms, su favorito. Así que Carlos no tuvo que averiguar cómo sonaba todo eso. Desde niños nos llevaron a la Sinfónica Nacional bajo Herrera de la Fuente, conocimos a Manuel Enríquez y otros instrumentistas, vimos y saludamos a Brailowsky, Demus, Badura Skoda, Kiril Kondrashin y el cuarteto francés Ars Nova. Presenciamos los inicios de Eduardo Mata.

Mi madre nunca se interesó en el jazz aparte de Gershwin, pero no estaba preparada para el rock, trató de impedirlo desde nuestro ingreso a primaria. Los primeros censurados serían Los Rebeldes del Rock de Johnny Laboriel, más por sus letras indecentes que por el sonido, que ni música era. La crisis sucede en secundaria, hacia 1968, en plenas Era de Acuario y Ola Inglesa cuando Carlos, apuntando ya para ser el músico de la familia contra el paradójico rechazo de mi madre que amaba la música, pero desconfiaba de los músicos, un día apareció con los primeros discos de Led Zeppelin, y Whole Lotta Love reventó los diques. Nunca enfrentó la pobre mayor herejía. La puntilla vino el día que decidimos con nuestro hermano supernumerario Eugenio Bermejillo ir a la remotísima Ciudad Universitaria para escuchar a Stockhausen. Mi madre nos retiró el habla. Como escribió Stanislaus Joyce del tiempo de su infancia, fue aquella una generación prolífica, pero con una limitada comprensión de los niños.

Diferentes como éramos, a veces rijosos, crecimos entre los mismos cuates echando el mismo desmadre, haciendo los mismos viajes al México profundo con las mismas conversaciones interminables y absurdas. Más robusto, siempre me protegió y se partía la madre para defenderme de los fauleros en los torneos de fut que organizaban los jesuitas. Nada de Abel y Caín entre nosotros, salvo mis arrogancias de hermano mayor. Nos acostumbramos a cuidarnos. Él respaldó mis avatares a lo largo de los años, y a mí me preocupaban sus aventuras y desventuras con la burocracia musical. Nunca nos faltaron temas.

Evolucionó a musicólogo de primer rango, enfáticamente mexicano; desenterró a Aldana, Melesio Morales, Tomás León y muchas rarezas que sólo él conocía. Alentó a sus amigos Arturo Márquez y Armando Luna, fue maestro y simpatizante de Horacio Franco desde que éste era niño. Valga señalar que Carlos es producto puro de la educación nacional, entre la Nacional de Música y el Conservatorio. Como investigador buscó donde nadie miraba. Como educador marcó generaciones de intérpretes, creadores e investigadores en México y Toluca. Mientras seguía los pasos de sus mentores Kurt Lange y Thomas Stanford se fue de 62 años, que para un musicólogo son apenas el comienzo. May you stay forever young.