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Evocación de la mirada
U

na frase me guio en el Día Internacional de los Museos. No dejo de asombrarme ante las maravillas de estas pinturas; por eso mi empeño en no dejar de dar voz y luz a la grandeza de estas obras, dijo Beatriz de la Fuente, y por tal compromiso el Museo de la Pintura Mural Teotihuacana porta su nombre. Allí me llevaron mis pasos a celebrar.

En el recinto se muestra la grandeza que alcanzaron los artistas de Teotihuacán en la expresión de su cultura a través de la pintura mural. En todos sus trazos buscaban expresar el simbolismo de la divinidad. Allí se otorga contexto al tiempo y al espacio y se nos invita a dialogar con los simbolismos de la razón y las representaciones de los dioses que rigieron sus vidas.

Desde hace mil 600 años se yergue majestuoso el Palacio de Quetzalpapálotl, conjunto de edificios donde la escala humana se conjuga con la gramática más estética del arte asociado a la noche, la muerte y el inframundo. Aquí reina la representación de la serpiente, el quetzal y la mariposa.

A todo ser que llega al Palacio lo recibe una escultura de serpiente con rasgos de felino. Dos salones comparten decoraciones de pintura mural. Son el marco para llegar al Patio de los Pilares. Doce columnas lo rodean. En cada una está tallada con primor un ave mitológica, combinación de quetzal, águila y búho con rasgos de mariposa. Alrededor del relieve que las enmarca vemos ojos con pupilas de obsidiana, círculos y flamas. Unas aves están de frente, otras exhiben sus garras. El patio se corona con almenas de roca pintada donde se mira el signo del año teotihuacano.

En las entrañas del Palacio encontramos el Templo de los Caracoles Emplumados, edificio más antiguo, que en su fachada exhibe pilastras decoradas con relieves de trompetas caracoles adornadas con plumas y con flores de cuatro pétalos que representan el universo. Al sur, al norte y al oeste tableros de pintura mural nos muestran signos de vida en los 17 pájaros verdes, quizá pericos, de cuyos picos amarillos mana agua que cae a una flor también amarilla. Allí recalan los sentidos, la belleza y la existencia.

La arquitectura es el ritmo que marca el tiempo del universo. Al poniente del Palacio de Quetzalpapálotl se admira el Palacio de los Jaguares. Su patio está delimitado por aposentos cuyas paredes exteriores nos sorprenden. Allí el arte teotihuacano se despliega con murales al fresco donde se muestra a una procesión de jaguares que están representados caminando y de perfil; son idénticos. Portan enormes penachos de plumas que caen hacia atrás, mientras sus lomos y colas están adornados con una hilera de conchas. Con sus fauces van haciendo sonar un caracol marino sostenido con una de sus patas delanteras. Los caracoles tienen una boquilla que los convierte en instrumento musical, están adornados con plumas y de la parte delantera surgen dos vírgulas, símbolo del sonido. Por debajo le escurren tres gotas en las que se refleja la prístina claridad de una mirada. Una cenefa pintada los enmarca. En su interior, como cauda, los maestros pintores nos regalan, al centro de una estrella y de tocados emplumados, la visión de los rostros de Tláloc, el agua.

En la ciudad se encuentran más de 2 mil unidades habitacionales. Una de ellas es Tepantitla. La riqueza de la pintura mural con la que está decorada sugiere que pertenecía a una familia de sacerdotes. Allí se encuentra el mural del Tlalocan. Lo preside una deidad femenina que emerge de una masa de agua con olas sobre un monte sagrado del que caen semillas. De sus manos brotan líquidos con gotas que caen. Su cabeza sostiene un tocado coronado por un ave. En su frente lleva una franja con un símbolo del dios del fuego, sostiene una nariguera de la que caen cinco colmillos. De su boca salen dos espirales dobles que representan la humedad que exhala la divinidad.

Sobre su tocado surge la copa de un gran árbol florido, poste cósmico de su tradición sagrada que se yergue al centro del universo, el axis mundi, con aves volando a su alrededor y en cuyas ramas se pintaron arañas, mariposas, flores de cuatro pétalos, anillos de jade y conchas. De allí fluyen las fuerzas calientes y frías que circulan en el universo desde el cielo al inframundo y viceversa.

A cada lado de la diosa hay un sacerdote que camina hacia ella dejando caer chorros de agua con semillas y cuentas de jade. Abajo, de la montaña sagrada brota un gran río que riega campos de cultivo. Arriba, diminutos hombrecillos se divierten y comunican entre sí, nadan, bailan, reposan, cortan flores, retozan, capturan mariposas y juegan a la pelota. Sobre la moldura del tablero aparecen dos corrientes de agua entrelazadas con representaciones del dios de la lluvia que sostienen vasijas efigies de la misma deidad.

Sí, la pintura mural de Teotihuacán es celebración de la divina evocación de la mirada de los hombres.