Opinión
Ver día anteriorDomingo 29 de enero de 2017Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Mar de Historias

Cosas

I. Un canto

A

un los objetos más pequeños tienen alma, guardan secretos, lamentan su dolor, se quejan del abandono, utilizan su propio idioma para contar historias. Los de madera, por ejemplo, se expresan a base de crujidos. Durante el día, a causa del estruendo incesante, resultan imperceptibles. En medio del silencio y la oscuridad de la noche, esas manifestaciones se amplifican de tal modo que llegan a taladrarnos los oídos, nos roban porciones de sueño, sugieren roedores, fantasmas o el leve peso del pájaro en la rama.

Alguien dirá: Cuando por todas partes se escuchan gritos desaforados y discursos, ¿tiene alguna importancia prestar atención a simples rumores domésticos? Sí la tiene. En las pequeñas voces sigue cantando el mundo.

II. Lentillas

Sus pertenencias quedaron donde Nina las dejó. La falda está en el brazo del sillón, con la aguja clavada en un remiendo inconcluso. El abrigo permanece colgado en el gancho, con la bufanda sobre los hombros y las mangas caídas con absoluto abandono.

Los zapatos continúan a un paso de la cama. Junto quedó la bolsa abierta y, disperso en el suelo, algo de su contenido: la cartera, una caja de pastillas, el lápiz labial, un paquete de pañuelos desechables, una libretita de direcciones y el llavero. Nina lo olvidaba con mucha frecuencia. Esta vez no. Lástima que ya no vaya a necesitarlo. A donde fue no hay puertas que abrir, ni qué cerrar, ni nada.

Lo que más me impresiona son los lentes de contacto de Nina. Se los quitaba por las noches y los ponía a la orilla del lavabo. Son catorce: dos para cada día de una semana que comenzó igual que todas y terminó de pronto, a media noche del sábado.

Al ver las hojuelas de silicona es inevitable pensar que en su ligereza quedaron atrapadas imágenes de las cosas que Nina vio antes de cerrar los ojos para tomarse un descanso de quince minutos, sin sospechar que se prolongaría hasta donde ya no puede medirse el tiempo.

Los lentes de contacto se han vuelto rígidos y arriscados. Si enciendo la luz resplandecen como los ojos de Nina cuando lloraba. Aún no me atrevo a tirarlos.

III. Hombre de perfil

Entiendo muy bien que los gritos de los niños la tengan preocupada. Cuando llegué a trabajar aquí me sucedió lo mismo. Me extrañaba que eso fuera un juego y en cambio no les atrajeran los cuentos, los libros para colorear, los caleidoscopios ni los rompecabezas. Los de flores, mapas y paisajes son muy bellos; pero ninguno como el de la marina. Cuando al fin logro armarla, de tan real, me produce la sensación de que las olas van a desbordar la mesa y a salpicarlo todo con su espuma.

Se los he explicado a los niños, pero no consigo interesarlos. A ellos les resulta mucho más atractiva la foto junto a la ventana. Se ve algo borrosa, dista mucho de ser artística y sin embargo les encanta. A mí también. No tiene firma ni está fechada.

Me divierte suponer que el fotógrafo la tomó en el Zócalo, una tarde lluviosa de octubre.

Habrá notado que en la imagen sobresale un tranvía. Lo rodea una multitud de hombres que parecen ansiosos de abordarlo. Llevan borsalinos y están de espaldas a la cámara, excepto uno. De medio perfil, se ve como dispuesto a responder al saludo de alguien que lo llama por su nombre: ¿Rubén, Santiago, Elías, Antonio...?

Es lo que usted oyó gritar a los niños: nombres. Y desde luego no entendió por qué lo hacían. Yo tampoco, hasta que Armando me explicó que los coreaban para ver si el hombre en perfil de tres cuartos se volvía hacia ellos. No ponga esa cara. Trate de entender: es sólo un juego de niños abandonados que esperan lo que jamás sucederá. Los adultos también vivimos anhelando imposibles.

¿Puedo preguntarle algo personal? ¿Nunca ha corrido detrás de alguien a quien creyó reconocer en una calle repleta? Yo sí. Varias veces grité un nombre –su nombre– en medio de la multitud y siempre terminé deshaciéndome en disculpas y huyendo avergonzada.

Para evitarme el mal trago, siguiendo el ejemplo de los niños, prefiero desahogarme ante la foto que está junto a la ventana. Cuando nadie me ve y aunque sepa que no obtendré respuesta, le pregunto al hombre en perfil de tres cuartos: ¿Eres tú? En la imagen no cambia nada. Todo permanece inmóvil bajo la lluvia de octubre.