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Un país no es un banco
C

uando la política tradicional empezó a entrar en decadencia sugió la moda de lanzar a empresarios como candidatos a gobiernos. Su éxito en la empresa privada supuestamente los capacitaría a dirigir al Estado, sobre todo en tiempos en que la ola del equilibrio de las cuentas públicas como objetivo central de los gobiernos empezaba a imponerse. Ellos serían buenos ejecutivos, no gastarían en exceso, cuidarían que las cuentas públicas no tuvieran déficit, tendrían óptimas relaciones con los empresarios del país y del exterior, etcétera, etcétera.

Berlusconi fue el caso más sonado y sabemos en lo que resultó. Después de la operación Manos Limpias, resultó ser el gobierno más corrupto de la historia de Italia, representando un episodio obceno de la política, cuando nunca los escándalos fueron más espectaculares, nunca la política fue tan degradada.

En América Latina, Sebastián Piñera, del grupo económico que posee, entre otras tantas empresas, a Latan, fue otro representante de esa tentativa explícita de privatizar al Estado. Tampoco resultó. Los estudiantes se han encargado de recordar que la educación pública no debiera ser pagada, lo que el líder de Piñera, Pinochet, había violado en Chile, y rápidamente Piñera perdió prestigio y también fracasó.

En Ecuador, por segunda vez consecutiva, el más grande banquero del país, Guillermo Lasso, es el principal candidato opositor a la continuidad del gobierno de 10 años de Rafael Correa, ahora representado por las candidaturas de Lenin Moreno y Jorge Glass.

Su campaña, al estilo de la de Mauricio Macri en Argentina, se centra en la necesidad de cambio, como si el país no hubiera vivido la década de más grandes avances de su historia justamente con el gobierno de Rafael Correa. Su diagnóstico, como el de todos los candidatos de la oposición en Ecuador, es de que el país se ha endeudado demasiado, de que necesita más competitividad, de que el gobierno se habría excedido en sus gastos públicos. Como todo candidato de derecha, dice que va a mantener lo que ha resultado, sugiriendo que mantendría las políticas sociales, por ejemplo. La misma promesa hecha y no cumplida en Argentina y en Brasil.

Es como si se considerara que un país puede ser dirigido como un banco, como si los ciudadanos fueran como los cuentahabiente o los accionistas, como si se tratara de administrar al gobierno en la búsqueda de rentas más grandes, favoreciendo al capital especulativo.

La amenaza de ser gobernado por el banquero más rico de Ecuador pesa sobre el país como una pesadilla. Después de las más grandes transformaciones que el país ha vivido en la década de gobierno de Rafael Correa, cumpliendo lo que él había prometido, de que se trataría de un cambio de época para Ecuador, es feroz la disputa para las elecciones presidenciales, que tendrán el 19 de febrero su primer turno.

Acaso quisieran saber lo que podría estar aguardando a los ecuatorianos, bastaría que miraran hacia Argentina o hacia Brasil, donde, a pesar de que los presidentes no son banqueros, existen gobiernos dirigidos por los intereses directos del capital financiero, que ocupan los cargos económicos fundamentales de esos gobiernos. La política central de esos gobiernos es el ajuste fiscal, que vuelve a promover la exclusión social, la concentración de renta, el desempleo y la depresión económica.

Porque un país no es una empresa, menos todavía un banco. Una empresa privada, sea ella industrial, comercial, agraria o bancaria, actúa para maximizar sus ganancias, a expensas del resto de la sociedad. Un gobierno, al contrario, debiera actuar en función de los intereses, de las necesidades y de las aspiraciones de toda la población. Con comportamientos frontalmente contradictorios entre sí.

Lo que es bueno para General Motors es bueno para Estados Unidos, decía la máxima más conocida de la visión que privatiza al Estado, que identifica el interés privado de las grandes corporaciones empresariales con las del país. Gobiernos como los de Macri en Argentina y de Temer en Brasil promueven los intereses de los grandes bancos privados y de las empresas estranjeras, como si defendieran los intereses de los países de los cuales son presidentes.

Un gobierno demócrata tiene como agenda los intereses públicos, la promoción de todos los individuos como ciudadanos, la garantía y la extensión de sus derechos. Lo contrario de las visiones privatizantes, que tratan al Estado como instrumento de acumulación privada en contra de los intereses del país.