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No Sólo de Pan...

De información y criterio

E

s curioso cómo los pueblos han padecido, a lo largo de la historia, temores alimentarios paralelos a sus opciones alimenticias. Lo permitido y lo prohibido, cuya génesis podría hallarse en experiencias reales o míticas sobre lo que es bueno o malo para la salud, existen en todos los grupos humanos y están determinados por el entorno natural y la acción humana sobre éste –es decir, por la naturaleza de los insumos y las técnicas de cultivo, conservación y preparación de los alimentos–, a la vez que lo permitido y lo prohibido determinan dichos procesos con base en preceptos religiosos o en razones aportadas por la ciencia en sus distintas etapas evolutivas, dado que las explicaciones ideológicas o científicas de por qué esto es comestible y esto no lo es, suelen aparecer a posteriori de las interdicciones efectivas o de la cultura culinaria tácitamente considerada aceptable por una comunidad dada.

Así, por ejemplo, entre los brahmanes de India, el color rojo del betabel, asociado con el de la sangre, puede hacer que este tubérculo sea considerado aún más impuro que otros como la cebolla y el ajo; mientras el ñame y el taro, entre los africanos y pueblos de Oceanía son raíces sagradas, ancestros que reviven para alimentar a sus descendientes. En otro contexto, los seres híbridos del reino animal, como los reptiles, no entrarían en el orden de la Creación, concebida como la separación entre lo puro y lo impuro; o los cerdos, por su parecido con los humanos, pueden identificarse con el antípoda del hombre en el judaísmo y el Islam, ambas creencias que sustentan el tabú de la sangre. Entre los católicos, las codornices, por no tener ciclos reproductivos, sino ser fértiles todo el año, encarnan una sexualidad satánica, mientras para una mayoría de pueblos occidentales, algunas especies –de las más de un millón de insectos que existen– y que integran la dieta de muchos pueblos, causan horror en la primera. En la misma Europa, el centeno guardado en condiciones húmedas desarrolló un tóxico –el cornezuelo– que lo hizo casi desaparecer del continente que más lo consumía, y el maíz, en esta misma área geográfica, fue acusado de causar pelagra al ser consumido como se hacía con el trigo y no como se hacía en América: con los complementos alimenticios que equilibran en la milpa los nutrientes y llegan a la mesa. Los lácteos mal procesados y sin métodos de conservación fueron proscritos en las zonas cálidas, y la rápida caducidad de mariscos y peces frescos prohibieron su consumo en los sitios alejados de medios acuáticos, hasta que aparecieron técnicas de conservación, como la salación, secado y ahumado, fermentación y acidificación, congelación o refrigeración y liofilización, entre otros inventos útiles e inocuos, extendiendo el abanico de productos y la extensión de su consumo a través de la tierra, con lo que fueron abolidas muchas prohibiciones alimentarias.

Pero entonces llegaron los conservadores, aromas, sabores y texturas que imitan los de alimentos naturales, químicos acompañados de una publicidad que ensalza supuestas virtudes expuestas en las etiquetas como contenido en nutrientes, y los habitantes de la globalización empezamos a comerlos desde hace ya cincuenta años, y los comemos a pesar de constatar, con índices oficiales de organizaciones internacionales confiables, la morbilidad y mortandad vinculadas con la nutrición occidental.

¿Por qué seguimos prestándonos, con trágica indiferencia, a ser parte de la cadena mortífera, sometiéndonos a empleos en la investigación de laboratorio y tecnológica para mejorar el rendimiento ($) de estos productos, o trabajando en la producción, distribución y comercialización de productos nocivos y, peor aún, gastando nuestros salarios en adquirirlos? ¿Qué no vemos que este consumo alimentario es simultáneo al de fármacos, laboratorios y gastos médicos, en la vertiginosa espiral del infierno neoliberal? ¿Por qué, si históricamente, los pueblos han obedecido las prescripciones y prohibiciones alimentarias que, fundadas o no en la ciencia, los han preservado cultural y demográficamente, hoy día no pueden informarse y formarse para ejercer su criterio y elegir lo que más convenga a su salud y cultura? Porque sí existe información, como en los artículos de la colega Silvia Ribeiro y en particular el de ayer sábado 10 de diciembre en estas páginas de La Jornada, intitulado ¿Biodiversidad sintética?, cuyo contenido es suficiente para ejercer el propio criterio y, juntos, combatir las bases ideológicas ($) del neoliberalismo que nos está llevando al suicidio colectivo (incluidos quienes se benefician temporalmente del sistema perverso que nos destruye) Información y criterio que son necesarios para salvar a la futura humanidad…, si es que alcanzamos a producirla.