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Ver día anteriorMartes 15 de noviembre de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La pesadilla americana
A

un tratándose de un hecho de magnitud histórica máxima, no será muy difícil que en plazo corto hayamos reunido los determinantes fundamentales de esta pesadilla escalofriante que se halla en sus prolegómenos. Usted escoja: en inglés corriente, en los juegos de naipes, trump significa triunfo; en este caso parece el triunfo de la máxima estupidez; y deberíamos precisar, de la máxima estupidez del establishment estadunidense; como locución verbal del slang británico, significa tirarse un pedo. Juegue usted como guste con estos significados.

En efecto, creo que el determinante principal del inefable fenómeno Trump ha sido provocado, en última instancia, por la élite gringa, que tuvo como candidata a Hillary Clinton. No es un asunto de ayer, comenzó hace mucho tiempo. Esta élite, y no otra, fue el impulso inicial y más impetuoso, al que siguieron el de las élites europeas, en la conformación de la nueva globalización neoliberal. Un conjunto de nuevas reglas para la operación del capitalismo mundial cuyo referente más destacado fue el Consenso de Washington. En su formulación primera el Consenso incluía: disciplina presupuestaria; cambios en las prioridades del gasto público (de áreas menos productivas a sanidad, educación e infraestructuras); reforma fiscal encaminada a buscar bases imponibles amplias y tipos marginales moderados; liberalización financiera, especialmente de los tipos de interés; búsqueda y mantenimiento de tipos de cambio competitivos; liberalización comercial; apertura a la entrada de inversiones extranjeras directas; privatizaciones; desregulaciones; garantía de los derechos de propiedad.

Esas políticas permitieron un tsunami de delocalización industrial, como se le llama en Estados Unidos a la salida de sus industrias hacia países de salarios sustanciales más bajos que en los Estados Unidos. Tal cosa ocurrió, por ejemplo, con las tres grandes empresas automotrices (GM, Ford y Chrysler), que se ubicaron en gran medida en México. Con ello, los estadunidenses pudieron comprar sus automóviles a precios mucho más bajos (que los precios a que habrían comprado sin deslocalización), la inversión extranjera directa y el empleo aumentaron en México, y las tres grandes recuperaron sus ganancias ampliamente. En otras palabras, la recuperación de las ganancias no ha podido darse por el aumento de la productividad industrial, como en el pasado, sino por la vía de pagar salarios aplastados, comparados con los estadunidenses.

Insisto en lo que escribí en estas páginas el pasado 30 de agosto: el descenso más prolongado que ha experimentado la productividad laboral en Estados Unidos desde fines de los años 70, ha afectado el crecimiento de la mayor economía del planeta, seriamente. La productividad de las empresas no agrícolas de EU –los bienes y servicios producidos cada hora por los trabajadores– ha caído a una tasa anual de 0.5 por ciento: el tiempo trabajado aumentó más rápido que la producción, según datos del Departamento de Trabajo. La productividad tuvo una muy frágil recuperación de 1.3 por ciento entre 2007 y 2015, para volver a caer. Y no existe evidencia de que este largo periodo con tasas tan aplanadas de la productividad comiencen a despegar, pese a la revolución tecnológica de Silicon Valley y todas sus réplicas en el mundo. Con diferencias, la productividad ha reptado en todo el espacio desarrollado desde hace ya demasiado tiempo. Y no hay visos de que el capitalismo vuelva a experimentar las tasas de crecimiento de un pasado que ya puede ser visto como remoto. La parálisis de la productividad ha podido sostenerse sobre los salarios de los obreros industriales de todo el mundo industrializado y sobre los de los obreros del ex tercer mundo.

Junto con la caída de los salarios en el mundo industrial estadunidense, cayó también el empleo. Los llamados rustbelt, de múltiples ciudades, han sido gravemente afectados por la desindustrialización.

Otra gran veta de los horrores en Estados Unidos, fue la formación de una economía de casino, que conformó las llamadas burbujas inmobiliarias, la cadena de hipotecas basura, las trampas sin nombre y sin cuento de los banqueros en todo el mundo desarrollado, que creó la mayor concentración de riqueza de la historia del mundo (el 1%).

La élite estadunidense fue capaz de crear la globalización neoliberal, pero fue incapaz de anticipar los efectos devastadores económicos y sociales que produciría.

La victoria Trump puso a flote una sociedad profundamente fracturada por una desigualdad sin límites. Las minorías, las mujeres, los extranjeros que se han sentido insultados por Trump se resisten a verlo como presidente. Por ahora, parece que, como gran parte del mundo, Trump ha creado, en un santiamén, una sociedad que vivirá con el miedo a cuestas. El presidente electo ha prometido deportar a los 11 millones de inmigrantes sin papeles, en una operación logística con precedentes históricos siniestros. El veto a los musulmanes vulnera los principios de igualdad consagrados en la Constitución de EU. Hillary dijo en su discurso de reconocimiento de un vencedor cretino e ignorante, que la sociedad estadunidense estaba más dividida de lo que ella pensaba. Esto ya lo ha descubierto la entera élite gringa, que no hará nada que no sea construir búnkeres para mantener su boato en medio de la indigencia.

Y no olvidemos que hay más trumps en el mundo: el Partido de la Libertad en Austria; el Partido por la Libertad de Holanda; el UKIP británico; el Fidesz húngaro; Ley y Justicia en Polonia; el Frente Nacional francés, el Partido Popular danés, el Partido del Progreso en Noruega, y el Alternativa en Alemania.