Opinión
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Mar de Historias

Equipaje

A

unque hace mucho que no tenemos espacios disponibles, junto a la puerta sigue clavado el letrero que Celia pintó en una tabla: Se rentan cuartos a mujeres solas. Cada vez menos, pero todavía llegan interesadas que vienen de provincia y necesitan alojamiento por semanas o meses.

Celia no es amable con ellas: por la ventana les grita que no hay habitaciones desocupadas. Le reclamo su brusquedad y me mira como diciendo: Tú cállate y haz lo que tienes que hacer: ir al mercado, cocinar, atender la mesa, levantarla. Así han sido mis días a partir de que perdí mi empleo en la funeraria y Celia, de quien soy antigua conocida, me dio trabajo.

I

Nuestros huéspedes han vivido aquí desde que Celia, a la muerte de su última hermana, decidió rentar las cuatro habitaciones de su casa. Todas tienen marcado el nombre de la ocupante: Matilde, Esther, Olivia y Julia.

Ella fue la última en llegar a hospedarse y la que duró menos tiempo entre nosotras. Cuando se fue acababa de cumplir 63 años, pero tenía una expresión aniñada y traviesa a causa de la notable separación de sus dientes. Nos decía que de niña, en la escuela, esa irregularidad provocaba las burlas de sus compañeros. Cesaron la mañana en que la maestra declaró ante su grupo que esa característica en la dentadura de Julia no era un defecto, sino prueba de que la niña sería una incansable viajera.

Esa tarde, en cuanto se encontraron, le habló a su madre del futuro a que, según su maestra, estaba destinada. ¿No sería maravilloso viajar por todo el mundo, irse lejos? Su madre se alegró, pero después de algunos días se mostró inquieta y lloraba al parecer sin razón, aunque tenía una: el temor de morir cuando su hija se encontrara lejos. En tal caso, ¿quién cumpliría la sagrada misión de cerrarle los ojos?

Julia nos aseguró que su madre nunca le había hablado de eso, tal vez porque la consideraba demasiado joven, pero un día no pudo más: le confesó su terror y la hizo prometerle que mientras ella viviera renunciaría a su destino. Julia respetó la voluntad de su madre y se impuso la obligación de olvidar sus sueños.

No sirvió de nada. En secreto –reconocía Julia– esperaba un milagro, algo que le brindara la oportunidad de viajar. Con el tiempo sus anhelos desaparecieron bajo las exigencias de la vida: terminar sus estudios de contabilidad, conseguir trabajo, atender los asuntos de la casa, cuidar a su madre y hacerla feliz.

II

Julia nos decía que en aquella época nada le interesaba más que sus deberes, ni siquiera las expresiones afectuosas de Damián, su compañero de trabajo encargado de recabar constancias y firmas. La posición de Julia era superior, pero el muchacho no le daba importancia y la pretendía con cierto disimulo.

Recuerdo la emoción de Julia cuando nos contó que un diciembre, al salir de una celebración en la oficina, Damián se ofreció a acompañarla hasta la terminal de autobuses. Ella adivinó que él iba a proponerle algo y acertó. Después de muchos rodeos, Damián le preguntó qué proyectos tenía, quizá pudieran compartirlos.

Julia nos dijo que había interpretado el interés de su pretendiente como una vaga declaración de amor. Experimentó la dicha que había sentido la mañana en que su maestra la señaló como privilegiada y el impulso de hablarle a Damián de aquel momento y del juramento hecho ante su madre.

Segura de que Damián la había oído emocionado, Julia nos confesó su extrañeza cuando, a la mañana siguiente, él se mostró adusto y evasivo. Después, la relación entre ellos nunca volvió a ser la de antes. Julia entendió que el distanciamiento de su enamorado se debía al apego de ella por su madre y a su deseo de cumplirle el compromiso que había hecho con ella: permanecer a su lado hasta el fin de sus días y cerrarle los ojos a la hora de su muerte.

Aunque habían transcurrido años de la pérdida, Julia seguía agradeciendo la solidaridad de sus compañeros y de su jefe al permitirle faltar al trabajo una semana. Julia reconoció que lejos de serenarla, aquella pausa la había hundido en recuerdos tristes, dudas, recriminaciones, sentimientos de culpa.

III

Cada vez que conversábamos acerca de eso, todas le decíamos a Julia que se olvidara por un momento de todo y que al fin se decidiera a cumplir sus sueños de viajar. A veces era tal su entusiasmo que se apresuraba a sacar su maleta y a elegir su ropa y las demás cosas indispensables que necesitaría, como si fuera a emprender el viaje al día siguiente.

Julia nunca se iba; pero al fin, una noche y sin decirnos nada, se fue. Cumplió con el destino que llevaba escrito en los dientes tal como otras personas que lo llevan en la palma de la mano, sólo que ella no tuvo necesidad de equipaje.