Opinión
Ver día anteriorDomingo 30 de octubre de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Olores y texturas
E

n mis primeras clases de redacción con el jesuita José Luis Rouillón, nos recomendaba dejar lo obvio y entrar en el campo de las percepciones relegadas al olvido, como las del olfato y el tacto. La vista y el oído predominan sobre el olfato y el tacto y también sobre los temas de los cuales escribimos y hablamos.

En la actualidad el sentido del gusto ha cobrado mayor relevancia con la comida gourmet y la cata de vinos, licores, tequilas, mezcales, café. Recuerdo una noche de tertulia donde el Güero Rodolfo García Zamora paladeaba un vino uruguayo y, al dar su veredicto, dijo que sabía a piedra. La sonrisa y la duda se reflejó entre todos, pero al leer la etiqueta decía que ese vino era de tierras pedregosas. Se nos quitó la sonrisa y abrimos la boca de asombro. Aunque en algunos persiste la duda metódica...

Se requiere de una sensibilidad especial y una agudeza peculiar para describir, distinguir y desentrañar los matices y los resquicios de los olores y los sabores. Para hablar con propiedad de maridajes se requiere no sólo de sensibilidad, sino de preparación, estudios y experiencia.

Confieso que mi sentido auditivo lo tengo poco desarrollado. De 300 estudiantes de secundaria reunidos para ver quiénes podían pertenecer al coro, el primer desafinado que expulsaron fui yo.

Si bien me encanta la música nunca pude distinguir una nota de otra y menos aún distinguir un do o un fa, que la mayoría de mis amigos podían reproducir con una guitarra. Y la verdad lo siento como una profunda carencia, el mundo de la música y de los sonidos debe ser de una profundidad y sutilezas sublimes de las cuales me siento excluido.

Del tacto casi no puedo hablar. Pero puedo distinguir la textura de algunas telas, la diferencia tan característica de la lana de merino y la de alpaca, de la seda o el poliéster, la suavidad de la cachemira. Me llama todavía la atención, la casi perfección, de algunas flores artificiales que uno las tiene que tocar para poder comprobar su autenticidad y que el sentido de la vista no llega a distinguir.

De los dedos de los pies tampoco hay mucho que decir, pero hay que destacar la sensación tan especial que se siente cuando uno se quita los zapatos y los pone a remojar en las aguas de un río o un arroyo de agua clara. Incluso de agua turbia. Recuerdo en Venecia, después de horas de caminata, haberme quitado los zapatos, remangado los pantalones y meter los pies al agua turbia, fangosa y aceitosa del canal principal frente a la estación de tren.

Para ser justos también habría que mencionar las sensaciones que se sienten al caminar descalzo en la arena y en el pasto mojado, aunque esto último ya suena a lugar común. También habría que mencionar la libertad trasgresora que se siente al pisar el lodo o el fango.

De los olores que decía mi maestro vale la pena mencionar el olor de las ciudades. No todas huelen, según mis saberes y percepciones. Dicen que en Guadalajara, donde vivo, el olor a tierra mojada era sublime. Ya es cosa del pasado, la plancha de asfalto se encargó de exterminar sus aromas.

Pero la Ciudad de México huele a tortilla y cilantro. Sobre todo el centro, donde los cientos de taqueros callejeros y establecidos emanan sus olores y anuncian sus sabores. Son olores que llegan y se perciben en el estómago, que alborotan los ácidos y despiertan las papilas.

Cuando llego a Lima me impresiona el olor a humedad y a mar. Es un olor sutil que se percibe en el momento del contacto, cuando se llega de fuera, luego se diluye. A veces, en las madrugadas, cuando entra la neblina, se despierta el olor y se acompaña con el canto de las palomas cuculí, un canto mañanero también característico de la ciudad.

En la ciudad de Nueva York huele el Metro, donde indefectiblemente uno tiene que ir a sumergirse varias veces al día. Es un olor a grasa y aceite rancio y posiblemente a humanidad. Es quizá uno de los metros más feos del planeta, pero a la vez más eficientes, indispensables y entrañables. Cuando se le conoce, se le aprecia y se le extraña.

En Francia huelen ciertos barrios además de ciertas personas. Recuerdo el barrio árabe de Saint Sernan, donde vivía cuando era estudiante, en el centro de Toulouse. Olía a perejil y a hierbas, muy especialmente una calle donde se concentraban las tiendas de especias y aceitunas.

Dicen que Mumbay (antes Bombay) y otras ciudades de India huelen a basura quemada. La suciedad y la inmundicia se acumula por todas partes y juntarla y quemarla parece ser la mejor solución, dada la inmensidad de las tareas de recolección.

Estos olores tienen patente de eternidad, son memorables. Uno los recuerda, mucho más que lo que se ve o se escucha en una ciudad. Y cuando uno vuelve a ese lugar el olor vuelve a penetrarte, a inundarte. Vuelven también los recuerdos, las fechas, los momentos vividos.

Los olores penetran y luego se los lleva el tiempo y la ausencia. Vuelven con la presencia, con el recuerdo, pero es el rencuentro con un olor tan ancestral como personal lo que da sentido a este sentido tan olvidado y relegado.