Opinión
Ver día anteriorSábado 17 de septiembre de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Infancia y Sociedad

La impudicia

H

ace falta un tribunal ciudadano que consigne las decisiones infames y abusivas de los gobiernos; organizarnos a partir de ahí para detener el autoritarismo y la desvergüenza. México destaca por sus altos niveles de corrupción y las elevadas tasas de impudicia en el comportamiento de políticos. La impudicia se puede entender como enfermedad mental y moral, y medirse por la frecuencia con que los políticos acompañan sus actos de corrupción con sonrisas flamantes, mentiras y discursos triunfales, que se burlan de la indefensión ciudadana.

La Real Academia Española define impudicia como falta de recato y pudor. En algunos códigos penales, la impudicia se refiere a actos relacionados con abusivas conductas sexuales invasoras de otro. En el diccionario común, la impudicia es concupiscencia, desvergüenza, inmoralidad, inmundicia, libertinaje, lujuria, obscenidad, desfachatez, procacidad y cinismo. Como puede verse, esos adjetivos y sinónimos de este término calzan perfectamente con la conducta de nuestros gobernantes actuales, especialmente por lo que se refiere a privilegios económicos, negocios ilegales y nulo interés que realmente tienen en el bienestar de sus víctimas: niños, jóvenes, mujeres, trabajadores, maestros, campesinos, artistas, científicos; en fin, por los seres humanos que son en verdad lo mejor de la patria.

El proyecto de Presupuesto de Egresos de la Federación para 2017 es muestra paradigmática del desamor del gobierno por la gente y el país. Como si la salud, la educación, la ciencia y la cultura no fueran lo más importante para el desarrollo humano, los tecnócratas sirvientes del FMI hacen crecer la deuda externa como cáncer fatal y pagan con reducción de presupuestos vitales los millonarios intereses.

En la cima de la inmundicia vemos, por ejemplo, un INE que quiere forrar de oro el falso templo de la democracia y gastar millonadas en una multitud injustificada de funcionarios, cuando esos fondos hacen tanta falta para escuelas y profesores, hospitales y médicos. Se despilfarra, con desdén, en un gigantesco e ineficiente aparato del Estado.

Tristemente hay sectores conformistas, cómplices indiferentes de la impudicia, que asumen como natural nuestro infierno. Repiten, cual si pensaran por sí mismos, que aquí nos tocó vivir, que en todas partes se cuecen habas, que en todos los países hay crisis, corrupción y violencia.

Nosotros como pueblo, ¿qué podemos hacer?, me dijo con dolor un artesano de Guerrero. Le respondí con otra pregunta: ¿La revolución? Y él me aseguró: “No, seño. Los valientes ya se acabaron”… Insisto: necesitamos un tribunal ciudadano.