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Veracruz y los cementerios furtivos
E

l hallazgo de una nueva fosa común en Xalapa, Veracruz, suma un episodio más en la funesta dinámica que –especialmente en los últimos años– se ha acentuado en varios estados de la República, según la cual en paralelo con las inhumaciones que se llevan a cabo con apego a las disposiciones legales en la materia, existe en el país una especie de gigantesco camposanto paralelo, ya sea por la acción de grupos delictivos que realizan auténticas masacres públicas o encubiertas, o por las irregularidades administrativas cometidas por las instancias oficialmente encargadas de esos luctuosos menesteres, la profusión de tumbas clandestinas en México constituye un fenómeno inadmisible.

Si el tema tiene, por sus propias características, ribetes inocultablemente tétricos, el caso de estas tumbas furtivas, que sugieren brutales exequias colectivas, alcanza niveles de escándalo. Si bien descubrimientos como ésos han tenido lugar también en Guerrero, Coahuila, Michoacán y en menor medida otras entidades, en Veracruz se manifiestan con especial crudeza. En esta oportunidad al parecer la fosa encontrada fue producto de una aberrante actuación de la desaparecida procuraduría de justicia estatal (actualmente convertida en Fiscalía General del Estado), pero el procedimiento no se diferencia en nada del habitualmente seguido por la delincuencia organizada después de sus ajusticiamientos, y el resultado es igualmente anómalo.

Hace unos tres años, distintas organizaciones de derechos humanos expresaban su preocupación porque los servicios periciales veracruzanos se veían rebasados a consecuencia de los frecuentes hallazgos de restos humanos, cuyo número les impedía establecer la identificación de los mismos y más aún emprender investigación alguna para determinar las causas de los decesos. Al respecto, el entonces director general de dichos servicios declaraba con toda soltura que en el estado ya no había fosas colectivas. En una frase que a estas alturas suena aún menos verosímil que en las épocas en que fue pronunciada (octubre de 2013), aseguraba que Veracruz era una entidad pionera a escala nacional donde los cadáveres se entierran de manera individual, no en fosas comunes.

De entonces hasta ahora mucha agua ha corrido bajo los puentes y muchas víctimas de la delincuencia han sido sepultadas sin ceremonia, placa conmemorativa o dignidad alguna; sus restos aguardan, una vez producido el correspondiente y sombrío hallazgo, los trabajos especializados que eventualmente les devolverán el nombre, la identidad y, con suerte, el homenaje de sus deudos.

Hasta mediados de este año en Veracruz habían sido hallados 52 entierros colectivos (todos ellos clandestinos), mientras en Guerrero la cifra ascendía a 60. La infausta pero meritoria labor de búsqueda que, generalmente por su lado, llevan a cabo grupos más o menos organizados de familiares de desaparecidos, presumibles víctimas del crimen en alguna de sus formas, contribuyen a evidenciar la existencia de estos ocultos nichos de inhumanidad.

Pero más allá del desenlace que tenga cada uno de los casos donde ocurran los descubrimientos, destaca –desde luego, muy negativamente– el hecho de que semana a semana aparecen nuevas fosas, lo que constituye una prueba más del grado de deterioro que afecta a gran parte de nuestra sociedad.