Opinión
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El Estado ante sus límites
L

a neblina del ayer, para recordar el bolero y la estupenda novela de Padura, se volvió sombra y nube oscura; no sólo un nubarrón que todo lo ensombrece, un momento triste y oscuro, como ha escrito Gilberto Guevara, sino un panorama ominoso que aplasta cualquier idea de futuro, de nuevo amanecer.

Con la violencia no se juega, menos con ocho muertos y decenas de heridos; tampoco se debe apostar y especular o tratar de sacar raja, como han empezado a hacer algunos desde los medios o la sociedad civil (con esto, las comillas vuelven a ser de uso obligado). Vivimos y sufrimos un avasallador desgaste institucional en el sentido amplio y profundo del término, que no podrá superarse sin encarar el sustrato político, de relaciones sociales y de poder que subyace a las configuraciones del Estado. Olvidar la presencia del poder, incluso en los contextos dominados por la descentralización y la diversidad ideológica o partidaria, tal vez constituya uno de los grandes pecados originales de nuestra transición a la democracia.

No pocos se sorprendieron al encontrarse con el cabildeo y las fintas que desde los emporios de la radio y la televisión se desplegaron sobre los partidos y los legisladores que estrenaban la democracia y el pluralismo apenas consagrados por los votos y resguardados por los organismos que, como el IFE, fueron destinados a proveer al sistema político que emergía lo que por sí solo no podía generar, tanto la confianza en el orden que surgía y en sus distintos actores, como la seguridad mínima de que los votos se contarían y contarían a la hora de los grandes ajustes en la distribución del poder constituido.

El economicismo que imperaba en aquellos tiempos contaminó tanto las visiones políticas como el arribo a la normalidad democrática que, bien a bien, nadie acertaba a definir con claridad. Así, nuestra evolución política renovada fue confiada sin más a la competencia que, se decía, sería limpia y equitativa porque así lo mandaban las nuevas leyes y disposiciones. Sin embargo, como ha mostrado una y otra vez el jurista Diego Valadés, el ejercicio del poder y el derecho fueron puestos a un lado, mientras sus espacios y configuraciones eran colonizados con prontitud y eficacia, tanto por los poderes de hecho, como por algún recién llegado.

El corazón de la economía política moderna, del capitalismo avanzado así como del atrasado o en desarrollo, está claramente ubicado en las finanzas públicas, donde anida lo más profundo de la historia de los estados y las naciones, como nos enseñara Schumpeter, y Carlos Tello ha documentado y argumentado con maestría para nuestro caso; por cierto, un caso más que misterioso el de Hacienda, como alguna vez calificara don José Alvarado. El hecho, sin embargo, es que esta especie de sancta santorum de la política y de la economía no fue ni siquiera visitada, no digamos tocada, por los nuevos habitantes del poder estatal, diversificado y democratizado al máximo, según rezan la propaganda del régimen y, no pocas veces, los discursos de los actores de la emergente oposición.

Los priístas han buscado apropiarse de ese discurso, el único que les puede ofrecer alguna legitimidad, habida cuenta de su lamentable renuncia al credo desarrollista de la experiencia nacional-popular que les diera tanto poder y tan abusivo acceso a las riquezas del reino, así como de su empecinamiento en mantener el presidencialismo más ramplón como la piedra de toque de su unidad. La renuencia de partidos y gerentes de la riqueza privada a inmiscuirse en los tenebrosos asuntos de la hacienda pública, dejó la cancha libre a una tecnocracia que se ha soñado transpartidaria y hasta trasnacional, celeste diría algún sinólogo de la vieja escuela, sin preocuparse por explicar el sentido y los motivos de sus decisiones, mucho menos el sustento político y material de su imaginaria inmanencia respecto de la vía política normal o constitucional que el país debía haber seguido para darle una mínima solidez a su nuevo sistema político y empezar a construir un orden democrático propiamente dicho, del cual se sigue careciendo.

Las cuestiones de la distribución y el engrandecimiento del tesoro de la República quedaron en manos sin registro de lo que quiere decir rendir cuentas en una democracia, y la intervención de los poderes de hecho se volvió uso y costumbre del poder del Estado, así como privilegio oligárquico. Y aquí seguimos.

Ante este panorama, cruzado no sólo por la violencia criminal organizada, sino por la que se siente legitimada por la justeza de su reclamo político o social, o simplemente por la que despliegan las fuerzas del orden estatal que profundizan el desorden político y legal que nos oprime. ¡Vaya que se requiere una reforma del Estado!, pero una reforma que, para serlo, tendrá que ser desde su arranque política y del poder, en cuanto a su constitución, morfología y ejercicio. Al respecto, poco o nada se ha hecho.

A partir de la fehaciente gravedad de esta falla de nuestro edificio democrático, poco tienen qué decirnos los berrinches de la Coparmex o las maromas mil de legisladores enriquecidos que, con cinismo mal disfrazado, nos preguntan dónde quedó la bolita. Pero tampoco pueden decir algo las ofertas sibilinas de tanto pacificador y componedor, como los que han resurgido de nuevo en estas horas de angustia.

No es la corrupción el meollo del drama mexicano, ni la vamos a terminar demoliendo lo que nos queda de Estado. Ahora, de cara a la tragedia oaxaqueña no queda mucho tiempo ni espacio. O nos abocamos a lo mero principal, que es la política y tiene que ser el poder inicuamente concentrado, o sus personeros se abocarán a administrarlo hasta que lo que nos quede de Estado desparezca en la bruma global.

La neblina del ayer se nos volvió sombra... nada más.