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Plaza del Volador
N

o deja de sorprender que haya lugares en la ciudad que se mantienen en la memoria colectiva, aunque hayan dejado de existir tiempo atrás. Uno de ellos es la plaza del Volador, que ocupaba buena parte del predio en que ahora se levanta el edificio que alberga la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

La historia del solar se remonta al apogeo de Tenochtitlan. En el que fuera el lado sur del palacio del emperador Moctezuma, en un predio aledaño a la que habría de llamarse acequia real, se practicaba una ceremonia llamada del volador, que aún se realiza en distintas partes del país. Después de la conquista continuó su realización por lo que el sitio se denominó plaza del Volador.

Formaba parte del palacio del gobernante mexica, el cual pasó a ser propiedad de Hernán Cortés. Los herederos del conquistador vendieron el edificio que ahora es Palacio Nacional en 1562. Se reservaron la parte en que varios años más tarde se construyeron la universidad y el mercado del Volador. Cada uno ocupaba un pedazo del gran terreno. El del centro de abasto no tenía puestos fijos, debido a que se utilizaba para diversos fines.

Aquí se llevó a cabo en 1649 el célebre Auto General de Fe de la Inquisición de Nueva España, dominica in albis. Se cuenta que fueron quemados 39 reos en persona y muchos otros fugados en efigie.

Otro uso frecuente eran las corridas de toros; los comerciantes eran trasladados a otros lugares y se edificaban cosos provisionales de madera. Había un requisito: ceder lumbreras gratis al juez conservador del Marquesado del Valle, al gobernador y a los demás empleados, en señal de dominio. En los balcones del Real Palacio que daban a la plaza, se levantaban palcos para que los virreyes y su corte pudiera presenciar las corridas con toda comodidad.

A fines del siglo XVIII la plaza Mayor y el Volador se encontraban saturados de toda clase de mercaderes, algunos que vendía animales, que solían guardar por las noches en los patios del Palacio Real. El virrey Juan Vicente de Güemes Pacheco de Padilla, segundo conde de Revillagigedo, sin duda el mejor gobernante que ha tenido la Ciudad de México, ordenó despejarla totalmente.

Levantó el pavimento de la gran plaza y en la del Volador mandó construir un mercado de madera, que tenía ocho puertas, empedrado, fuentes y atarjeas. La novedad eran puestos con ruedas para que se pudieran llevar de un lugar a otro. Se inauguró el 19 de enero de 1792 y tuvo un costo de 44 mil pesos.

Con la ventaja de los puestos movibles se continuaron organizando corridas de toros, peleas de gallos y carreras de liebres. Estas eran perseguidas por perros y las más listas para escapar se arrojaban a la cercana acequia ante el júbilo popular. Al concluir los actos regresaban los expendios al mercado. A raíz de un par de incendios, en 1844 se decidió redificarlo de mampostería.

Este aparentemente sólido material no lo salvó de un voraz fuego, que tuvo lugar la noche del 17 de marzo de 1870. El mercado se clausuró en 1890 y en su lugar se plantó un jardín.

Este se amplió cuando Justo Sierra, incomprensiblemente, mandó demoler en 1910 el edificio de la antigua institución de educación superior, cuando se creó la Universidad Nacional. Su razón era que la nueva escuela no tuviera ningún vínculo con la anterior Real y Pontificia. Increíble que un hombre tan talentoso confundiera una ideología con una construcción. El amplio y bello edificio podía haber alojado perfectamente la flamante universidad.

Finalmente a fines del año de 1935 el histórico solar se despejó para construir el palacio de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, del que hemos hablado en crónicas anteriores.

Llegó la hora de alimentarnos: hace tiempo que no degustamos comida líbanesa: vamos al cercano Al Andalus, en Mesones 171. Ya saben que para empezar lo mejor es compartir la mesa libanesa que tiene un poco de todo. Después no perdono un alambre de cordero con un fresco tabule. Final glorioso: los pastelillos árabes con su poderoso café de la región.