Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

La tarea

E

l primer cuento que me leyeron cuando yo era muy niña fue Almendrita. Recuerdo la historia en general, pero tengo presentes al señor Topo, a la golondrina, al príncipe en el Jardín del Amor y sobre todo a la protagonista. Ejerció una particular fascinación sobre mí y hasta la fecha me parece verla, pequeñísima, desperezándose entre sábanas hechas de pétalos y navegando por un río en la cáscara de una nuez.

Las historias que inventaba mi madre para entretenernos me hicieron olvidar a mi heroína favorita de entonces. Por fortuna la rencontré algún tiempo después.

I

Cuando estaba en cuarto año de primaria, la maestra Eva –en quien pienso con enorme agradecimiento y cariño– nos puso como tarea escribir un relato basándonos en algún personaje real o ficticio. Elegí a Almendrita y le inventé una vida moderna. Mi intento resultó un fracaso. Al ver mi desconsuelo, la profesora me dio un consejo: Si quieres que una historia te salga bien, rescríbela cuantas veces sea necesario hasta que sientas que podrías encontrarte a tus personajes en la calle, convertidos en alguien con quienes desearías conversar.

Quedé muy confundida. Me parecía imposible que un ser inventado llegara a transformarse en otro real. Con esa duda surgió otra: ¿las personas comunes podían alcanzar los niveles de la ficción? Por supuesto que sí. Hace pocas semanas lo comprobé otra vez.

II

Por una serie de casualidades establecí contacto con una comerciante que sólo vende productos de maíz y miel. En cuanto la veo la imagino durmiendo entre los pétalos de una flor o navegando en una cáscara de nuez: así de pequeñita es Guadalupe.

Siempre que camino por el pasillo número siete del mercado me alegra pensar que la encontraré en la esquina donde atiende su puesto desde hace años, según me ha contado. No falta un sólo día, ni piensa hacerlo a menos que la llamen de allá. Al decírmelo levanta la mano en señal de que se refiere a Dios, al cielo. Si existe, estoy segura de que será bien recibida.

Cada vez que me acerco a Guadalupe me parece más pequeña que en la ocasión anterior; en cambio, conserva inalterables el brillo de los ojos y la sonrisa que alegra sus facciones. Su ropa es impecable y modesta. Descansan en su pecho medallas y escapularios. Imagino que en la noche, antes de irse a dormir, se los quita, los besa, los pone sobre el buró y espera el sueño con la ilusión de que por la mañana Nuestro Señor le permita recordarse, o sea, despertar, según expresión de su tierra: un pueblo de Guanajuato.

III

De allá salió a los seis años de edad con su familia para buscar en la ciudad mejores condiciones de vida. Hicieron el viaje en tren. Guadalupe recuerda los asientos corridos de la segunda clase, el paisaje salpicado de huizaches que veía a través de la ventanilla y la insistencia con que sus padres consultaban la hoja de papel donde tenían anotado el domicilio de un coterráneo dispuesto a alojarlos mientras lograban establecerse.

En cuanto tuvieron un cuarto en dónde vivir, su madre se dedicó a buscarles escuela a ella y a sus hermanos Juvencio y Rafael. A pesar de que no traían actas de nacimiento (porque no imaginaron que iban a necesitarlas) fue fácil inscribirlos; en cambio, a ella no la aceptaron: por su baja estatura las autoridades escolares no creían que tuviera seis años.

Lo más que consiguió su madre fue que le apartaran un lugar en la escuela mientras llegaba del pueblo su acta de nacimiento. Ella nunca había visto el documento, y cuando al fin lo tuvo en las manos no pudo leerlo. Con la esperanza de lograrlo se empeñó en aprender las letras sin prestar atención a las burlas de sus compañeros que la llamaban enana, pingüica, tachuela... Le gustaría encontrarse a esos muchachos facetas –¿impertinentes?– y demostrarles que, con todo y ser tan pequeña, pudo tener marido y dos hijos varones.

De su esposo habla poco. Cuando lo hace acaricia las imágenes en su pecho, mira al cielo y me dice que Alfonso cantaba muy bonito, pero sin ser artista –me aclara, como si no quisiera dejar ninguna duda de que Alfonso, lo que sea de cada quien, fue trabajador como pocos.

En cuanto a sus hijos, Guadalupe ha sido más explícita. Se llaman José y Jesús. (En su familia, por devoción, esos nombres y el suyo nunca deben faltar.)

Cuando Alfonso se fue –mirada al cielo– ella tuvo que sacar a los niños de la escuela. Con sus poquitos conocimientos lograron hacerse de un trabajo: José, en una carnicería; Jesús, en un puesto del mercado. Iban bien, hasta que se les metió en la cabeza la idea de irse a Estados Unidos.

Guadalupe no trató de impedírselos. Les dio su bendición y ellos a cambio le dejaron un montón de promesas. Al principio cumplieron la de escribirle. Ella leía las cartas con la misma emoción con que había leído su acta de nacimiento. Luego dejaron de comunicarse. Ignora en dónde se encuentran, pero sabe que están vivos y cuanto les sucede.

Se lo informa su cuerpo –más pequeño y enjuto cada día– con precisión, a base de dolores y calambres. El ardor de garganta quiere decir que alguno de sus hijos está resfriado; si le pegan calambres en las rodillas significa que alguno de los dos tuvo un pequeño accidente. Cuando sufre su espalda es que los muchachos están trabajando demasiado. Lo bueno, me dijo Guadalupe la última vez que conversé con ella, es que el corazón nunca le duele. Señal de que sus hijos aún la recuerdan y la aman.

IV

Si mi maestra Eva viviera me gustaría agradecerle sus consejos y decirle que sigo esforzándome por hacer la tarea que me dejó. Espero un día poder escribir la historia completa de Guadalupe: una persona inteligente y bondadosa, ajena al odio, la ambición y la desesperanza. En mi relato la llamaré Almendrita.