Opinión
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Dictadura vial
E

l gobierno de la Ciudad de México rescató del profundo subconsciente colectivo el temor a la muerte derivada de los altos índices de contaminación, y tras las escaramuzas políticas generadas en la premeditada búsqueda de culpables –como parte de la estrategia distractora de una crisis de mayor envergadura– los tres niveles de gobierno coincidieron en endurecer el programa Hoy no circula, invocando para ello la superioridad del derecho a la salud sobre el de movilidad.

Merced a la obra La Higiene en México, del economista Mario J. Pani, los Constituyentes de 1917 acordaron centralizar las acciones emergentes en materia de salud en la persona del Presidente de la República, a quien concedieron facultades extraordinarias para hacer frente a epidemias de carácter grave o peligro de enfermedades exóticas, diferenciando los riesgos sanitarios del resto de las hipótesis previstas por el artículo 29 constitucional para la suspensión de garantías individuales.

Es así como se consolida la dictadura sanitaria, con la que en octubre de 1918 el gobierno de Venustiano Carranza enfrentó la peste roja, o fiebre española, epidemia que en un lapso de 10 días, tan sólo en la Ciudad de México, provocó 5 mil 306 muertes y el contagio de más de 60 mil capitalinos.

Las más de 4 mil muertes asociadas a la inversión térmica registradas en Londres durante el invierno de 1952, insertó en la agenda política internacional el problema medioambiental.

Tardíamente, el Congreso mexicano aprobó, el 6 de julio de 1971, una reforma constitucional mediante la cual añade a la base cuarta de la fracción 16 del artículo 73 de la Carta Magna, la facultad presidencial para decretar las medidas adoptadas para prevenir y combatir la contaminación ambiental dentro del ámbito de sus facultades sanitarias.

Hace ya 28 años, al amparo de esa disposición, el programa Hoy no circula nació como medida de salud preventiva a favor de la calidad del aire de la Zona Metropolitana del Valle de México.

Sin embargo, el actual ritmo de crecimiento del parque vehicular responde con creces a la ausencia de una sólida política de movilidad, fincada en la consolidación de una red de transporte público eficiente y no contaminante que desaliente el uso del automóvil particular en la zona metropolitana, como aporte a la salud de sus ciudadanos y a la calidad de vida del planeta.

Pese al peligro ambiental que nos acecha, las autoridades sólo endurecen nuestro derecho a la circulación, a pesar de ser plenamente conscientes de las deficiencias de la red megalopolitana del transporte público.

Por todo ello, resulta altamente preocupante la carencia de una conciencia ambiental en la clase política para que la asuma como una responsabilidad universal y no con la obtusa visión zonal con la que se conducen, pretendiendo ver al medio ambiente como nicho de oportunidad de negocio y no como obligación de Estado, olvidándose así de lo que sabiamente nos advirtió Aristóteles: La naturaleza nunca hace nada sin motivo.