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Adiós, Francisco

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hora, en su vuelo de regreso por la negrura atlántica, tal vez duerma por momentos. Es posible que las imágenes de lo que vio y escuchó en este país no se hayan sedimentado y revoloteen y le espanten el sueño. Contempló cosas buenas y conmovedoras; sin duda, experimentó sabores que le eran desconocidos –son los sabores la parte menos olvidable de un viaje– y disfrutó irrepetibles muestras de afecto, adhesión y compromiso. Estrechó manos, repartió abrazos y sonrisas, recibió y dio regalos y molió organismos que caminaron, viajaron y pasaron la noche en el suelo con tal de mirarlo; niños, mujeres, ancianos y hombres que invirtieron más de lo que tienen en un boleto de lotería para mirarlo a los ojos y –el premio mayor– tocarlo, habitantes del país semper fidelis que asimila todo agravio, que sobrelleva sus tragedias con una entereza indistinguible; para muchos, de una resignación intolerable.

Además, Francisco cimbró conciencias, estrujó cerebros y dio motivo de auténtica esperanza a miles que esperaban reafirmar sus convicciones en la palabra pontificia. Es difícil hacer entender a algunas cabezas duras que para muchos individuos y sectores la fe religiosa no es rienda ni cadena, sino recurso de liberación y de resistencia (o, cuando menos, de supervivencia), y que no es lícito ni útil recurrir a un instrumental de categorías sociológicas para decretar que los creyentes son idiotas. En las concentraciones en torno al Papa hubo de seguro personas atraídas por la televisión, feligreses acarreados y espíritus insustanciales, pero también sujetos ansiosos por atenuar con una experiencia espiritual su vida dura en esta realidad nacional de catástrofe en la que unos pocos han sumido a la gran mayoría.

¿Consoló a los migrantes? De seguro. ¿Fue útil y provechoso que algunos niños de Morelia hayan recibido el mensaje de no dejarse pisotear por nadie? Sí, desde luego. Los habitantes de la miseria mexiquense de seguro agradecieron las menciones a algunos de los aspectos más lacerantes de su circunstancia, empezando por el de la inseguridad. Por primera vez en la historia, las comunidades indígenas chiapanecas escucharon una petición de disculpa por parte del jefe de un poder eclesiástico que mucho ha colaborado en su opresión, por más que el linaje clerical, que va de Bartolomé de las Casas a Samuel Ruiz, pasando por muchos otros, se haya jugado la vida para contrarrestarla. Tal vez algunos presos de Ciudad Juárez encuentren en las palabras papales un motivo para aferrarse a la vida en un contexto carcelario que, en la práctica, no sirve como instrumento de redención, sino como máquina de exterminio.

¿Sirvió de algo que delincuentes políticos, eclesiásticos y empresariales hayan tenido que escuchar un retrato implacable de sí mismos, de su corrupción, su frivolidad, su egoísmo y su insensibilidad? Claro, por más que hayan tratado de suavizar las jetas (los esfuerzos de Norberto Carrera en este sentido fueron casi conmovedores), de seguro pasaron por momentos incómodos ante la fuerza del discurso papal. Y el haber hecho referencia, frente a Enrique Peña, Javier Duarte y otros de la calaña, a la combinación de manos ensangrentadas, bolsillos llenos de dinero sórdido y conciencia anestesiada, no tiene precio.

Tal vez un sector de los católicos se sienta muy satisfecho con la visita. Otro, minúsculo, conformado por reaccionarios nerviosos e irremediables, optó por dar la espalda a un Papa al que consideran casi comunista. Pero hay una porción del pueblo fiel al que Francisco le resultó insuficiente, contenido como nunca antes en su pontificado, comedido con el poder y lejano, indiferente incluso, a los símbolos más patentes del dolor colectivo, a los atropellos más impunes, a las atrocidades más visibles de una coalición opresora: política, empresarial, eclesiástica, mediática y delictiva.

Otra cosa son los despistados, creyentes o no, que esperaban del Papa que asumiese funciones de procurador general, que le exigían una conducta similar a la del Che Guevara –con el que Jorge Mario Bergoglio no tiene más en común que la nacionalidad– o que quisieran ver al Vaticano convertido de la noche a la mañana en baluarte de las causas de género y la diversidad sexual. Esos, blindados en sus nociones inexpugnables del bien y del mal, se sintieron ratificados en su abominación instantánea y general al pontífice, al Vaticano y a las religiones en general, y concluyen con un autocomplaciente lo sabía.

Acaso en el largo sobrevuelo del Atlántico Francisco sienta algún remordimiento por los tres enormes agujeros de silencio en sus palabras durante el paseo mexicano: los 43 desaparecidos de Iguala –emblema no excluyente de los miles y miles de desaparecidos del país–, los feminicidios en escala casi industrial tolerados por el poder e impunes ante la justicia, y el alud de delitos sexuales cometidos por curas católicos a todo lo largo del país con la complicidad de los altos jerarcas de la Iglesia. Tal vez haga conciencia de la vacuidad insultante de su vocero, quien pretextó el reparto equitativo de la presencia papal entre todos los dolientes y que un pontífice no es enciclopedia de problemas. Como si el Vaticano fuera lego en el manejo de los símbolos y como si la mayor parte del pastel pontificio en México no hubiese sido devorada por invitados VIP, pirrurros variopintos y mirreyes ansiosos de tragarse una hostia entre raya y raya de cocaína. O tal vez considere que, en aras de la unidad social y eclesial, o por alguna razón de Estado que escapa a los ciudadanos de a pie, hizo bien en no nombrar en forma explícita y clara esos tres agravios mayúsculos.

Tal vez los silencios se hayan definido en las negociaciones con el gobierno, el cual no dudó en revolcar el principio del Estado laico en los tremedales de la abyección con tal de armar una anfitrionía blindada y seductora, a fin de reducir al máximo el riesgo de daños políticos y de encuentros entre Francisco y los sectores del pueblo que querían exponerle sus quejas y recibir alivio espiritual a sus tragedias. O bien hizo un cálculo de prioridades y se equivocó. O acaso este sucesor de Pedro se haya dejado conducir por la soberbia y haya considerado las insistentes peticiones para que se pronuncie sobre ciertos temas como un atrevimiento y un ataque a su cargo.

Pero sea lo que sea que pase por su cabeza, Francisco puede continuar en paz su vuelo de regreso a Roma porque, a pesar de sus palabras atinadas y de sus tremendas omisiones, de la satisfacción y el desencanto, de la incomodidad temporal y la desvergüenza perdurable de sus anfitriones oficiales, su viaje a México catalizó energías sociales en la masa de creyentes y evidenció de manera nítida la fractura nacional entre las zonas VIP y las barriadas, entre los salones oficiales y la calle, entre el poder opresor y la sociedad oprimida. Lo que se vivió en estos días fue una disputa por la figura papal apenas contenida, en el mejor de los casos, por los boletitos, las vallas de seguridad, los efectivos del Estado Mayor Presidencial y el aparato de espionaje e inteligencia desplegado. La oligarquía, privatizadora de todo lo imaginable, privatizó hasta donde pudo al pontífice y lo escamoteó a la grey –con el consentimiento al menos parcial del involucrado, sí–; ello resultó evidente para propios y extraños, y el nuevo agravio abonará al desarrollo de una conciencia generalizada sobre la opresión y el despojo que sufre este país.

A estas horas unos agradecen la visita del pontífice, otros suspiran alivados porque ya terminó; unos cuantos revisan cuentas bancarias rebosantes gracias al periplo y otros persisten en mentarle la madre porque no estuvo a la altura, por opresor, por cura y por Papa. Quién sabe qué cosa esté pensando él en su largo vuelo nocturno de regreso a Roma. Y acaso lo más prudente sea limitarse a decir: adiós, Francisco.

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