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701
C

uando la revista Forbes enlistó las mil principales fortunas del mundo en 2009, Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, apareció sorpresivamente en el lugar 701. La sorpresa no se debió tanto a los montos de dinero que se le atribuían, sino al paroxismo que lo situaba junto a quienes habían hecho su capital por obra de la innovación tecnológica (Bill Gates), el conocimiento de (y la intuición sobre) los mercados de valores (Warren Buffet), la capitalización de ventajas competitivas (los monopolios de Slim) o el reorden de las estrategias comerciales (Michael Sprout), todos ellos empresarios de un éxito desorbitado y, sobre todo, representantes de auténticos arquetipos y paradigmas de la era en que el discurso de los mercados nutre su imaginación con el espectáculo del empresario-celebridad, el empresario-filántropo, el que ha doblegado las circunstancias que se interponían en su camino, recurriendo a los medios legítimos –o supuestamente legítimos– que el mercado vuelve disponibles.

La biografía social y política de la fortuna #701 era, sin embargo, notablemente distinta. Del todo distinta, digamos. Las industrias del narcotráfico se desarrollan en el rigor de la omertá –silencio o muerte. Son la fábrica misma de la no ley. Representan el sinónimo de una violencia llevada al grado de la indecibilidad. El sinónimo del mercado como gran máquina de guerra.

Y sin embargo, no hay nada sorprendente en el principio que llevó a Forbes a establecer esa involuntaria semejanza. En un mundo en el que uno de sus valores supremos reside en la máxima: qué más da lo que uno es; lo único relevante es el poder de qué y cuánto tienes, El Chapo o cualquiera de los grandes jefes narcos merecen un lugar destacado y absurdamente legítimo. La ironía es que todas las noticias sobre la vida de El Chapo indican que simplemente no contaba con ese poder (¿o no podía ejercerlo?). Un billonario que vivía y huía en lugares marginales. Un auténtico y romántico Don Juan… sin puntería certera. Un hombre duro… armado de un teléfono rosa, y una historia ya épica y edípica de quien rinde su imperio por un corazón desecho. Tal vez, como dijo Capone de sí mismo al ingresar a la cárcel, El Chapo resume la fabulación del desaforo mítico popular: un fantasma creado por millones de mentes (En palabras de Capone: I am spook born of a million minds).

Lo que no está en duda es el orgullo que le mereció el reconocimiento del lugar 701 en la lista de Forbes, número con el cual grabó las pistolas que regaló a sus allegados, camisetas y mantas. Hasta el gorro que llevaba en su traje de prisión en el segundo arresto.

Sea como sea, esa lista contiene otra semejanza latente, radical y esencial, sobre la que valdría la pena deliberar. Cuando hoy se habla sobre la violencia, aquello que de inmediato nos produce rechazo y despierta la condena y la impugnación, se trata de un tipo de violencia que se podría llamar objetual: un crimen, un secuestro, un enfrentamiento con la policía en la calle, soldados avanzando sobre una aldea, etcétera, pero hay otra forma de violencia , que abarca una cantidad innumerable de víctimas, y que ni siquiera se enuncia como tal.

Cuando una compañía de transgénicos arrasa con los modos de vida de poblaciones enteras o la banca internacional sume a un país en la devastación económica para preservar sus índices de acumulación, nadie habla de violencia. Los argumentos son incontables: la racionalidad del sistema, los efectos secundarios, el mal menor. Que cientos de miles pierdan el trabajo súbitamente o se vean obligados a emigrar por millones a Estados Unidos por el movimiento de los flujos económicos parece hoy parte de la naturaleza de las cosas. Ni hablar de las guerras locales y silenciosas propiciadas por las industrias mineras (como las que se encuentran en la cercanía de Ayotzinapa). Es ésta violencia sistémica que nunca se enuncia como tal y que cobra la mayor cantidad de víctimas, la que conforma el subsuelo de lo no dicho, frente a la cual las derivas del narcotráfico representan un pie de página. No es casual que quienes ejercen una violencia que existe más allá del derecho que legitima a la violencia sistémica, por ejemplo, el gran delincuente, despierten secreta o no tan secretamente la admiración popular, no por sus acciones, por más ominosos que sean sus fines, sino porque desenmascara la hipocresía inscrita en el silencio de la violencia sistémica. Una violencia que hoy ampara en México no sólo las leyes desnudas del mercado sino el centro mismo del Estado.

Habría que reírse simplemente de todas esas celebraciones que festejaron la detención de El Chapo como si fuera el enemigo número uno. El Chapo es sólo la traza de lo que está fuera de la ley. El enemigo número uno –al menos del fallido intento de nuestra liminar democratización– se encuentra en quienes respaldaron de manera unánime al ex gobernador de Coahuila cuando fue detenido en España por lavado de dinero. Esa contraparte esencial de la política que ha hecho del crimen organizado no sólo una fuente de negocios, sino una técnica de gobierno en casi todo el país.