Opinión
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Isocronías

Tamborileo

N

o permitas que nadie, sino la propia vida, puntúe tu vida.

¿Qué es lo que ven unos ojos asombrados? Ven que ven.

¿Qué es lo que oye un poeta asombrado en sus palabras? Que sus palabras lo oyen.

Uno habla de poesía como habla de la vida, a lo… (ya se sabe) lírico y sin fondos.

Niño no hay melancólico –la imagen, atractiva, me parece carece de sustento real. La auténtica avidez no deja lugar a la melancolía.

El melancólico se acuerda de lo que no fue, o de lo que nunca podrá ser. La maravilla no se acuerda de él. De allí su melancolía.

Saber no es muy difícil; lo difícil es ignorar todo lo que –poco o mucho, siempre importante–, ineludible, sabes.

La inspiración existe. Es eso que te sabe y que tú sólo sabes que te sabe, que sabías, mientras te va sabiendo.

No cantes como cantas; canta como te canta, o quisiera cantarte, la canción.

Saber sin aprender de eso que se sabe, no es saber.

Después de los 40, me dijo con seriedad sonriente, “resulta claro que Las mil y una noches es una obra realista.”

El que escucha su voz escucha su destino. El que escucha las voces de los otros escucha la armonía del destino.

Tierna o terriblemente lo natural en arte, que nunca es natural, tiende o acerca –y en veces quizá lleve, llegue– a algún trasunto de sobrenaturalidad.

El silencio no envejece.

Acaso la poesía no sea otra cosa que nuestro agradecimiento por el don de la palabra.

De vez en cuando hay que repetirse: Toda flauta es mágica, todo libro es de arena. Y, dígame usted, Chagall, ¿todo violinista toca sobre el tejado?

El siguiente es un pasaje, citado de memoria, de una novela de mi ya fallecida amiga Dulce María González (van madre e hija por carretera no lejos de la ciudad): –Mamá, ¿por qué las casas se mueven? –Las casas no se mueven. Somos nosotras las que en el coche nos movemos. –¡Mira, allá va una!

Para concluir: Carmen Villoro llevaba a su hijo Federico por primera vez al mar. Al verlo el entonces niño exclamó: –¡Ayúdame a mirar, mamá, ayúdame a mirar!