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Benedict Anderson (1936-2015)
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l pasado 13 de diciembre falleció Benedict Anderson en un hotel en Malang, Indonesia. Anderson nació en Kunming, China, en el seno de un imperio británico agonizante; su mirada estuvo siempre marcada por esa excentricidad. Desde pequeño, el talentoso Benedict demostró una facilidad lingüística asombrosa; según la necrología del New Republic, leía holandés, alemán, español, ruso y francés, y hablaba el indonesio, javanés, tagalo y tailandés de corrido. Su prosa inglesa fue, por lo demás, siempre elegante y luminosa.

Benedict Anderson estudió su licenciatura en la Universidad de Cambridge, donde se recibió con los máximos honores. En Cambridge tuvo también su iniciación política, durante la crisis del Suez en 1956. Anderson se puso de lado de Nasser y contra el nacionalismo de la mayor parte de sus compañeros. A partir de entonces, se acercó al marxismo y a la política anticolonial. Quizá su interés por Indonesia date también de esos años en Cambridge –recordemos que el movimiento de los países no alineados comenzó en la conferencia de Bandung (Indonesia) en 1955, meses antes de la crisis de Suez. El caso es que, terminando sus estudios en Cambridge, Ben Anderson se fue a realizar su doctorado a la Universidad Cornell, que era ya entonces un importante centro de estudios sobre el sudeste asiático. Allí se especializó en Indonesia, país que se volvería su gran pasión, y donde permanecería ya como profesor durante toda su carrera académica.

Indonesia es hoy el cuarto país más poblado del mundo, pero cuando Anderson comenzó a estudiarla era un Estado-nación muy joven. Sukarno había declarado su independencia tras la derrota de Japón en 1945, y los holandeses, que habían sido la potencia colonial que dominó el archipiélago indonesio hasta la invasión japonesa, no reconocieron su independencia hasta 1949.

El hecho de que se pudiera siquiera soñar en formar una nación a partir de aquel reguero de más de 17 mil islas, en las que se hablaban no menos de 700 idiomas, pedía –incluso exigía– una ciencia social sofisticada y novedosa. No había lugar para una ciencia política ramplona en un lugar así. Pensar la política en Indonesia pedía también una vocación de antropólogo, de historiador y aun de lingüista. No es tampoco casualidad que varios de los antropólogos más innovadores de la segunda mitad del siglo XX hayan trabajado en esa región; piensa uno inmediatamente en Clifford Geertz y en James Siegel, por ejemplo. Anderson perteneció a esa rodada y no desmereció en talla ni a una figura ni a la otra.

Sus primeros libros fueron sobre la revolución en Java durante los años cuarenta, y Anderson se interesó bastante por la capacidad de negociación que encontraba en la cultura javanesa. Fue quizá por ese amor a la cultura javanesa que Anderson reaccionó con tanto desasosiego ante la contrarrevolución que llevó al poder al dictador Suharto en 1967, y sobre todo ante la masacre de más de 600 mil comunistas o pretendidos comunistas. La suave cultura javanesa prohijó un genocidio político. Las denuncias y escritos realizados por Anderson a raíz de esos eventos tan monstruosos llevaron a que fuera expulsado de Indonesia en 1972. No regresaría hasta 1998, después de la renuncia de Suharto.

Más allá de los especialistas en el sudeste asiático, el nombre de Benedict Anderson se conoce sobre todo por su libro Comunidades imaginadas, publicado en 1983. Se trata sin lugar a dudas del trabajo más innovador e influyente que se haya escrito acerca del nacionalismo como formación cultural. Así. Punto. Durante cerca de 20 años hubo casi una industria de trabajos de investigación dedicados a revisar ese libro. Yo mismo hice alguna contribución a ese esfuerzo por asimilar y por remendar las tesis de Anderson. Se puede decir, sin exagerar, que Comunidades imaginadas acabó por definir los términos del análisis del nacionalismo.

Anderson alegó varias cosas, algunas muy pertinentes para Iberoamérica. Pensaba, por ejemplo, que el nacionalismo nació en las periferias, en las colonias, y no en la metrópoli. Hasta entonces se consideraba que la idea del Estado nacional se había inventado en Francia y no, como alegaba Anderson, en las colonias americanas. Esta idea fue importante en América Latina, porque había acá la costumbre de ver el proceso histórico local como un refrito de la innovación europea. Anderson se fijó en vez en la repercusión mundial de los procesos históricos que se iniciaron en las colonias.

Por otra parte, argumentó que el desarrollo comercial de la imprenta, manifiesto en publicaciones periódicas tanto como en el auge comercial de la novela, permitió imaginar un mundo de países que avanzan simultáneamente, en secuencias paralelas. Así como en la novela se desarrollan personajes en paralelo que luego se encuentran, y cuyas historias terminan entrelazándose, asimismo el periódico permitió imaginar un mundo compuesto de naciones que se desarrollan en paralelo, que se encuentran y entrelazan. El nacionalismo imaginado por Anderson es una formación cultural basada en la experiencia de la lectura paralela de noticias.

No creo que haya sido casualidad que Anderson entendiera tan bien la importancia histórica de las colonias –finalmente a él le tocó vivir el ocaso y últimos estertores del imperio británico–, y fue también testigo y partícipe de los inicios –tan llenos de esperanza– de los nuevos nacionalismos anticoloniales. También le tocaría vivir la desilusión respecto de esos nuevos países; presenciar guerras entre países poscoloniales, por ejemplo. El genocidio que se perpetró en Indonesia lo sintió, según escribió, como si hubiese descubierto que un ser amado fuese un asesino. Quizá quienes amamos a México hemos sentido algo parecido ante la violencia tan gratuitamente cruel de la guerra del narco.

Conocí a Benedict Anderson sólo en una ocasión. Convivimos durante día y medio en una pequeña conferencia que organizó la Universidad de Chicago para conmemorar los 25 años de la publicación de Comunidades imaginadas. Fui honrado con esa invitación por el ensayo crítico que había escrito sobre la obra de Anderson, que le había gustado. En persona, Anderson era tan cortés y amable como cultivado e incisivo. Realizó una de las mayores contribuciones a las ciencias sociales del último cuarto del siglo XX. Que descanse en paz.