Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Todos juntos

- P

erdone que no hayamos pintado su cuarto. Como pensábamos que iba a volver hasta el día 7...– Nora da vuelta al sillón donde reposa don Mauro: –¿Por qué no trae puesta su bufanda? Hace mucho frío. Si no se la pone se va a enfermar.

–Qué curioso: últimamente todo el mundo se interesa por mi salud.– El viejo se abotona el suéter azul-gris. –Desde que llegué a la Residencia, ¿cuántas veces me habré enfermado? De seguro hay un registro junto con las notas de la farmacia.

–Sí, claro. Las necesitamos para entregar cuentas a los familiares de los huéspedes en el momento en que lo deseen. En ese aspecto nuestro departamento de contabilidad es muy cuidadoso.

–Eso de nuestro departamento de contabilidad suena muy bien, impresiona.– Don Mauro hace muecas que provocan la risa de Nora. –¿Por qué nunca se me ocurrió abrir uno en mi casa? De haberlo hecho sabría cuánto gasté en doctores y en medicinas.

–No creo que mucho–. Nora se sienta en la cama y sonríe: –Usted ha sido una persona bastante sana.

–Eso ya lo sé, pero ¿qué tal aquellos?– Don Mauro tamborilea en el brazo del sillón: –Cuando no se enfermaban de una cosa se enfermaban de otra. Era necesario llamar al médico. Margarita lo hacía hasta cuando los niños se raspaban las rodillas jugando. Mi mujer era muy preocupona.

–Habla poco de doña Margarita.

–Aunque quiera, no puedo hacerlo; en cambio converso con ella todo el tiempo. Le encantaba que le declamara los versos de Rubén Darío, esos que dicen Margarita, está linda la mar..., porque de niña los recitó en la escuela.

–Todavía extraña a su esposa, ¿verdad?

–Cada día más. Era un encanto, pero cuando se enojaba, ¡cuidado con la señora! –Don Mauro sonríe: –Si hubiera estado en la cena del 31, les habría dicho a todos hasta de lo que se iban a morir, empezando por José, quien por cierto fue el más enfermizo de todos mis hijos.

Suena el celular que está sobre el buró. Nora se lo ofrece a Don Mauro, pero él lo rechaza:

–Si es uno de mis hijos dígale que estoy en el gimnasio y que luego voy a salir...

Nora obedece las instrucciones del viejo. Siente por él cariño y ternura, pero hoy más que nunca.

II

–¿Quiere contarme qué pasó, don Mauro? Se sentirá mejor si habla.

–También si dejo de ser tan iluso. A mi edad, ¡por Dios! Lo que más rabia me da es haberme puesto a llorar de emoción. Imagínese: después de tanto tiempo de no ver a mis familiares juntos, encontrármelos a todos esperándome, desviviéndose por atenderme.

–Deben haber sido momentos muy hermosos para usted.

–Sí, como los del cerdo al que le dan alimento antes de atraparlo, ponerle la pata en el corazón y clavarle un cuchillo–. Don Mauro empieza a hablar para sí mismo: –Debí imaginarme lo que sucedería cuando Elsa me sirvió una cucharada de sopa. Protesté y me dijo: No quiero que te me enfermes, amor. Que yo recuerde, mi hija nunca me había llamado amor. Para agradecérselo la besé. Tomé a broma que se limpiara la mejilla... En fin, no sé para qué le cuento estas cosas.

–Para hacerme sentir que soy su amiga y me tiene confianza; también para desahogarse. ¿Qué más pasó?

–Seguimos cenando. Carlos es un buen cocinero. Hizo una pierna a la naranja muy rica. Pedí otra ración, pero creo que nadie me oyó porque nunca me la sirvieron. Lo entendí, éramos tantos que Silvana no se daba abasto con los platos. Quise ayudarla y me salió con: Suegro: usted es el invitado de honor. Déjenos consentirlo. Noté miraditas de un lado a otro y pregunté si pasaba algo. José me dijo: Nada. Luego te explico. Pensé que algo andaba mal y le exigí que me dijera de una vez qué sucedía. Cuando lo vi apoyarse en la mesa, igual que un sacerdote en el púlpito, me dispuse a oír un discurso acerca de la familia, los recuerdos y todas esas cosas.

–Es lo obligado en ocasiones especiales.

–En efecto, José habló de cuánto recordaban a Margarita, lo mucho que me querían y la satisfacción de poder ayudarme con las mensualidades de la Residencia y la compra de mis medicinas. Mi nuera Carmen abrió la boca sólo para decir Carísimas. –Don Mauro introduce la mano en el bolsillo donde antes llevaba sus cigarrillos: –Me gustaría fumar. Sí, sí, ya sé que no puedo. El tabaco me hace daño, pero menos que la mezquindad de mis hijos. ¿Sabe para qué se reunieron? Para decirme lo mucho que habían invertido este año en mis pastillas, inyecciones, calmantes, antidepresivos.

–No puedo creerlo.

–Yo tampoco, hasta que Esperanza, mi bebé de 49 años, sacó una libreta para mostrarme la lista de gastos. No paró allí: me suplicó que usara siempre mi bastón y que tuviera mucho cuidado al bañarme para evitar una caída. Eso sería terrible porque las operaciones y las prótesis cuestan una fortuna; y como están las cosas...

–¿Qué hizo usted?

–No pude hablar. Debí sobreponerme y recordarles lo mucho que gasté, cuando ellos eran niños y yo un simple empleado, en su salud, su educación, su ropa, sus vacaciones. Con trabajo y ahorros construí el piso donde tienen los pies. Les di un futuro y ahora les duele sostenerme durante el poco tiempo que me queda.– Don Mauro advierte la mirada de Nora: –Oiga, no me vea de ese modo ni me tenga lástima. Mi situación es la de muchos viejos; inclusive la de quienes, sin vanagloriarse ni esperar recompensas, ayudaron a construir este país.

Se escucha el timbre del teléfono. Nora y don Mauro permanecen inmóviles hasta que deja de sonar.