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Nosotros ya no somos los mismos

Enrique Campos, ejemplo de servicio a los demás

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laticaba el lunes pasado sobre Enrique Campos, científico saltillense egresado del Ateneo Fuente (el San Ildefonso, del norte del país). Institución emblemática del juarismo republicano, de la libertad de pensamiento, de cátedra, de puertas abiertas, de acceso gratuito a los sectores sociales más modestos, y del laicismo, es decir, de la educación humanista, liberadora y, por lo mismo, ajena al dogma, la superchería. Ese fue el espacio que blindó al hijo del comunista del pueblo, contra la marginación y la inquina con la que el fundamentalismo suele hostigar al diferente que, por el sólo hecho de serlo, se convierte en enemigo.

Por su bonhomía, su carácter generoso, su total ausencia de ambiciones individualistas, ávidas de pingües regalías, Enrique salió avante en ese primer escalón de su vida profesional. Se graduó en la Universidad de Coahuila y luego realizó sus estudios de doctorado en la UNAM y la Universidad de Akron. Pese a muy atractivas ofertas de empresas nacionales y extranjeras, dado sus estudios e investigaciones avanzadas en polímeros (macromoléculas compuestas por monómeros), que son sumamente apreciados en el ámbito industrial, su decisión fue servir durante toda su vida al sector público, al que él consideraba debía retribuir todo lo que iba alcanzando en su desarrollo personal.

Comenzó trabajando en los pantanos de Pemex, en Veracruz, y luego en la distribución de medicamentos en la capital del país. Consiguió el apoyo de Conacyt para crear en Saltillo el primer Centro de Investigación de Química Aplicada y más tarde el ASZA: Análisis de Sistemas de Zonas Áridas. Su permanente obsesión por transformar sus conocimientos en instituciones, productos, servicios de beneficio colectivo lo llevó tanto a diseñar un proyecto para la utilización del guayule, planta abundante pero poco aprovechada de nuestros desiertos, como a participar en una organización internacional destinada a impulsar el desarrollo sustentable en la zona maya. Dirigió luego la empresa paraestatal productora de papel, la que reorganizó impulsando proyectos de modernización tecnológica.

En sociedad con otros profesionales interesados en difundir las nuevas teorías del aprendizaje organizacional, la generación vivencial del conocimiento, el trabajo en equipo y las redes, funda Aprendizaje Sistémico, institución de consultoría que además proporcionaba talleres de aprendizaje vivencial. Posteriormente fue el coordinador del Consorcio Xignux-Conacyt, primer caso de alianzas del Conacyt con la industria del país y con los centros públicos de investigación. Allí modeló y documentó la evolución del proceso de integración y aprendizaje de este consorcio.

Trabajó luego de consultor del Consejo de Ciencia y Tecnología de Coahuila, en el diseño, implementación y seguimiento de una estrategia para el desarrollo de redes de innovación cooperativa. De 2006 a 2007 fue académico en el Centro de Políticas para la Ciencia y la Tecnología Internacional de la Universidad George Washington, e intervino en la elaboración de estrategias de formación de consorcios, alianzas y redes tecnológicas. Realizó un estudio de la evolución y desarrollo cooperativo en el sistema de innovación mexicano y las estrategias para su impulso. Desde 2007 se integró al Centro de Investigación y Asistencia en Tecnología y Diseño de Jalisco, y participó en proyectos sobre redes y formación de organizaciones con diferentes enfoques de cooperación, a fin de impulsar la innovación y el diseño de nuevas políticas.

De 2013 a 2014 hizo una estancia sabática como académico visitante en el Science and Technology Policy Institute en Seúl, Corea del Sur, especializada en temas de regionalización e innovación.

Fue responsable de la implementación de un modelo de nueva generación: el Centro de Innovación para el Desarrollo Agroalimentario de Michoacán, destinado a articular un proceso regional que integrara y transfiriera sistemas de conocimiento y de aceleradores para la competitividad económica, el desarrollo social y la sustentabilidad de los sistemas agroalimentarios de esa entidad.

El doctor Enrique Campos fue, tal vez, el mexicano más cercano a Dennis Meadows, el notable científico estadunidense director de tres institutos de investigación altamente reconocidos y director del Club of Roma Project on the Predicament of Mankind, del cual surge el conocidísimo documento Los límites del crecimiento.

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Enrique Campos mostró su carácter generoso y sirvió siempre al sector público, al que él consideraba debía retribuir todo lo que iba alcanzando en su desarrollo personalFoto La Jornada

Meadows y su esposa Donella incorporaron a Enrique al grupo Balaton, que agrupa a especialistas sobre ciencia, políticas públicas y desarrollo sustentable de más de 30 países, así como a la Asociación Internacional de Simulación y Juegos, uno de los cuales nos sirvió para el diseño del modelo utilizado para la preparación del debate en el que habría de participar Luis Donaldo. A la muerte de éste, el doctor Campos nos dijo: dejo en sus manos todo lo que hemos trabajado juntos. Dispongan del modelo como quieran, con el suplente no tengo ninguna liga ideológica ni afectiva, no me nace continuar. Ninguno de nosotros trató de convencerlo y finalmente también nosotros preferimos abstenernos. De no haber sido así Ernesto Zedillo no hubiera provocado la grima nacional que todos recordamos.

Mis razones para esta columneta: Primero, el sencillo pero justo reconocimiento a un hombre que supo, y quiso dar a su existencia, un sentido, un ánimus de trascendencia. Es decir: el servicio a los demás. Segundo, proporcionar un ejemplo concreto, de la clase de personas que puede generar, académica y éticamente, la universidad pública.

Hace apenas unos días, Alena, la compañera de este inmenso Cabezón Campos, me dijo: Enrique quiere hablar contigo. Me comuniqué, y la voz, tan excedidamente festiva me desconcertó. De inmediato me dijo: Ortiz, te estaba buscando, porque no me quería irme sin darte las gracias por tu afecto y amistad, que han sido muy importantes para mí. Y por tu cariño al viejo Casiano, el padre que compartimos. No me atrevía a interrumpir, no tenía nada que decir. Además de la dolorosa despedida materna, hace demasiados años, jamás nadie me ha dado, directamente, un adiós terminal, definitivo. No creo, en mucho tiempo, lograr reponerme.

La saga continúa. El 26 de noviembre de 1964, con el paro de labores en el Hospital 20 de Noviembre, se inició uno de los movimientos reivindicadores más justos, combativos pero plenos de civilidad, buenas razones y argumentos incontrastables. También con una evidente voluntad y abierta disposición para el acuerdo y la concertación. Y también, con la legitimidad que otorga la razonada, voluntaria decisión de todos los participantes. Por todas estas razones el apoyo social era masivo, entusiasta y creciente.

El gobierno de Díaz Ordaz, que daría inicio apenas una semana después, se mostró desde el principio contradictorio, indefinido, es decir, poco serio y confiable. El presidente quiso presentarse con cara amable y comprensiva (pero nadie está obligado a lo imposible) para que sus colaboradores cargaran con la culpa. Esta actitud exacerbó los ánimos y la solidaridad fue creciendo cada día. Se sumaron al paro los hospitales Juárez, Colonia, de los ferrocarrileros, San Fernando y el General de México. La represión no se hizo esperar y comenzaron los descuentos (¿algo nuevo bajo el sol?), las rescisiones de contratos, los ceses temporales y definitivos. La persecución a los dirigentes (Guillermo Calderón, Abel Ahumada, Roberto Sepúlveda, Oralia León) detonó la solidaridad: el director del Hospital Huipulco, hoy Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias, se negó a despedir a los miembros del movimiento que había adoptado ya el nombre de: Asociación Mexicana de Médicos, Residentes e Internos (Ammri). Pero no sólo eso, convocó a la comunidad del hospital y, por unanimidad, todos los integrantes decidieron acompañar al director en una digna renuncia. Una de cal por miles de arena: el instituto lleva ahora el nombre del honorable director de hace 50 años: Ismael Cosío Villegas.

La desesperación gubernamental llegó al límite de la irracionalidad y lanzó a la jauría contra quienes consideraban eran los cerebros ocultos del compló. Las investigaciones de inteligencia señalaron a seis reconocidas eminencias médicas y a un desconocido agitador al que ni siquiera ubicaban: Norberto Treviño Zapata, Guillermo Montaño, Salazar Mallén, Castro Villagrana, Pérez Tinajero e Irene Talamás. Algunos de ellos tuvieron que salir del país. El ignoto cirujano cardiovascular, del que no sabían el nombre completo, simplemente fue boletinado: no podía ser incorporado en ningún centro hospitalario, ni gubernamental ni privado. Simplemente se le decretó la muerte profesional y civil. Su nombre: doctor Octavio Rivas Solís. De él, seguiremos hablando, a unos días de su muerte.

Twitter: @ortiztejeda