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Nosotros ya no somos los mismos

El discurso del rector Graue

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Enrique Luis Graue, durante su discurso de toma de posesión, el pasado 17 de noviembreFoto Cristina Rodríguez
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uién lo creyera, pero un importante sector de la multitud me dijo durante la semana que tal vez el discurso del rector Graue no me había gustado y que por eso, pese a mi ofrecimiento, no me animaba a comentarlo. Equívoca apreciación sobre mi vitriólico carácter.

A grandes rasgos anoto lo que sí y lo que no me gustó de ese discurso, en mi personalísima opinión y en la de otros dos o tres universitarios que ni siquiera conozco.

En lo general, la alocución del doctor Graue me resultó muy atinada y estimulante. Comenzando por su brevedad y haberse resistido a la tentación de repetirnos la ficha de los fenicios. El rector no intentó aprovechar una oportunidad tan singular para hablar ex cathedra y recetarnos el socorrido rollo de la misión y esencia de la universidad. Confirmó los principios que había sostenido durante su intervención en Tv UNAM (en la que, por cierto, fue más explícito y contundente) e insistió en su proyecto de renovación, de actualización, en el que puso tal énfasis que llegó a decir: Me comprometo a encabezar un esfuerzo adicional para que ocurra una revolución en la utilización de tecnologías de la información (…) El uso de ellas debe impactar todas nuestras funciones sustantivas (…) “En la administración, estas tecnologías nos permitirán ser más eficientes…” En el mismo sentido, con semejantes expresiones, más adelante se refiere a los alumnos que estudian en algunas entidades. Señala: “Propiciaremos que empleen nuevas y modernas técnicas didácticas…”

A lo largo de su discurso se reiteran palabras como innovación, modernidad, tecnologías. El mensaje es claro: el doctor Graue se propone la transformación, actualización y salto de la UNAM a la modernidad. Contra la pavorosa profecía de Richard Fleischer, que nos aterró con su afamada cinta Cuando el destino nos alcance, de 1973, Graue convoca: seamos nosotros –no al revés– quienes alcancemos el destino. Lo expresa en sus palabras: no cejar en la entelequia que perseguimos.

Lo que más me gustó del discurso, me atrevo a una suposición, es que fue casero, es decir, esencialmente elaborado por él y sin mayor intervención externa, como es lo acostumbrado. Comparto la mayoría de sus conceptos, pero no la sintaxis, la redacción que no logra expresar el sentido de lo que nos quiere comunicar y, muy importante, algunos vocablos, como raza. Ya veremos por qué.

El día de mañana, martes primero de diciembre, dentro de las múltiples y espléndidas actividades que se llevan a cabo en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, se hará el recordatorio-homenaje a Julio Scherer García. El texto que sigue a continuación lo escribí en los inicios de la columneta. No lo publiqué en ese tiempo, porque pensé unir algunos textos sobre Julio en un agradecido cuadernillo. Desgraciadamente, se trató de otra de las buenas intenciones con que he venido empedrando mis últimos 80 años. Pero que se da esta coyuntura en la novia de Jalisco, y la aprovecho.

Un minuto de desbordada imaginación: un día, a Rafael Muñoz Aldrete se le ocurre retar a mi amigo Muhamad Alí, quien pasaba vacaciones en nuestro país, a echarse un tirito en la añosa Arena Coliseo de la calle de Perú, en plena Lagunilla. Por más afecto que tuviera por Alí, si se me ocurriera subir al encordado para echarle una manita estaría haciendo un ridículo mortal. Ese mínimo sentido de las proporciones me evita, de cuajo, hacer lo mismo con don Julio Scherer, quien en estos tiempos ha sido víctima de agresiones de algunos Muñoz Aldrete, quienes le han causado pequeños moretones en las espinillas. Su estatura no da para golpear más arriba.

1.- 21 de agosto. 1958. Primer día del llamado movimiento camionero, contra el aumento de cinco centavos al transporte a Ciudad Universitaria. Los estudiantes de derecho iniciamos el secuestro de autobuses. El primer vehículo que intentamos detener, manejado por un jovencito de mi edad, atropella a un líder de enorme popularidad: Alfredo Bonfil Pinto, valiente y generoso como pocos. El casi mortal accidente extiende la revuelta por Ciudad Universitaria. En minutos, como rara vez ha sucedido, todas las facultades se suman al paro. Los reporteros de todos los diarios nacionales invaden el aula Jacinto Pallares en busca de información. La repulsa estudiantil es inmediata: al grito de prensa vendida, los periodistas son echados fuera. Uno de ellos se resiste. Lo aviento, me avienta. Lo tomo por la solapa para arrastrarlo, pero hace lo mismo conmigo. Se me zafa y enfrenta a la multitud. Nos grita: Periodistas vendidos, claro que los hay, pero también hay muchos otros que no lo somos. ¿Entre ustedes, los líderes estudiantiles, no pasa lo mismo? El arrojo con que en solitario enfrentó a la multitud y la verdad de su dicho hicieron mella en la muchachada. Amenguó la violencia y se inició el diálogo.

Con incredulidad y, por supuesto, satisfacción comprobamos que toda la información sobre la UNAM, los movimientos obreros y populares que publicaba Excélsior, el de Rodrigo de Llano, ¡quién lo creyera!, cuando iba firmada por aquel reportero, al que nosotros identificábamos como Peter Falk, es decir, el teniente Colombo, jamás era persecutoria, macartista, incriminatoria. Desde ese lejano 1958 a la fecha, la firma de Julio Scherer ha sido garantía de veracidad, siempre un periodista doble V: valiente y veraz.

2.- 19 de septiembre de 1959. El Congreso Nacional Juvenil, organizado por la CNOP, culmina con una visita al presidente López Mateos en Los Pinos. Los delegados de todo el país, reunidos en un gran salón, forman un rectángulo y el mandatario, exultante, va saludando de mano a cada uno. Al llegar al grupo de la UNAM me extiende la diestra, se la estrecho y con la más firme voz que el inmenso pavor me permitía le digo: Señor Presidente, en nombre la universidad, le exigimos la libertad de los presos políticos. Un rictus de sorpresa y furia ensombrece el rostro de don Adolfo, el joven. Se suelta de mí y va a reiniciar su camino, pero se arrepiente. Regresa, y cara a cara me espeta: En México no hay presos políticos. ¡Son delincuentes! La confusión y los murmullos recorren el salón. Nadie sabe qué incidente gravísimo ha acontecido. El Presidente se recupera y avanza sonriente. Yo, como se dice en el argot cinematográfico, desaparezco en pop: untado a la barda exterior de Los Pinos camino hasta Constituyentes y abordo un camión rumbo a la buhardilla donde Moisés Rivera, Ernesto Algaba y Ramos Zúñiga hemos construido un templo al hacinamiento y la promiscuidad. El terror no me deja dormir, pues cada ruido en el edificio me convence de que los guardias presidenciales vienen por mí. A media mañana, un Barrera Fuentes (¿Luis, Federico?) me llama conmocionado para verificar el rumor que ya circula en todas las redacciones: “Dime la verdad, paisano, al cabo no se va a publicar nada. Son órdenes directas de El Chino” (el vicepresidente Humberto Romero Pérez). Se lo confirmo. No podía mentir al ilustre coahuilense. Al poco rato mi house keeper o mesonera me avisa: Ay, le habla el señor del apellido raro. Del otro lado de la línea, el reportero me dice: “Hermano, ya es hora de cerrar la extra (segunda edición de Últimas Noticias) y no tengo nada que valga la pena. Si tienes algo importante de la universidad, esta es una buena oportunidad. Medito unos segundos, y le contesto: pues anoche sucedió en Los Pinos... La reacción, inmediata, fue ensordecedora: “¿Me lo juras? ¿No exageras? ¿Le dijiste eso al Presidente, en su cara, en su casa? ¿Eso te contestó? Sí, sí, le repetí cada vez más consciente de mí.

Por lo que pudiera suceder, me invité a comer a casa de Leopoldo Pacheco, hijo de Ciriaco Pacheco Calvo, ya fallecido y amigo íntimo del Presidente, desde las épocas del vasconcelismo y la autonomía. La viuda era nada menos que su secretaria privada. De regreso a mi tugurio recorrí la inolvidable avenida San Juan de Letrán, parvadas de papeleritos gritaban las ocho columnas: “En México no hay presos políticos…”

El reportero Julio Scherer había conseguido, por su honorabilidad, coraje y acendradas convicciones, romper la censura monolítica de aquellos años. Yo le brindé sus ocho columnas y él inmunidad, que a veces proporciona una opinión pública informada. Una vez más la FIL tuvo un acierto.

Antes de que se me olvide y tomando en cuenta que nadie tiene por qué dominar la trivia cinematográfica, Rafael Muñoz Aldrete fue ampliamente conocido como el Enano santanón. De esa estatura, pero intelectual y moral, eran los ilusos y fracasados bellacos, obsesionados en empañar la imagen de un referente de la libertad de expresión en México. Así lo calificó La Jornada.

Twitter: @ortiztejeda