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Isocronías

Un rencuentro

Y

o le digo Tocayo, él me dice Ric. Me tocó en suerte publicar su primer libro, parteaguas en la poesía joven de entonces, quizá en la mexicana de los años 70: El pobrecito Señor X.

Espero que los de mi generación, ahora tal vez la nuestra (cuando nos conocimos, catorce o quince suyos, 20 o 21 míos, pertenecíamos a diferentes), recuerden esa primera edición, diseño de Enrique Martínez (sobrino de José Luis y Juan, extremos de nuestra vida literaria). Colección El Ciervo Herido, del Centro para el Estudio del Folklore Latinoamericano (puros jovencitos y músicos, algo que raro parecerá).

Una noche y un medio día, con fondo musical que a veces jala y a veces suelta, platicamos de todo y nada. Medio hablamos de la polaca literaria, que desde luego existe, aunque no le demos ese nombre ni la verdad –casi– importancia. Disfrutamos de los recuerdos (thanks) sin clavarnos en la textura y ciertamente de la mutua presencia, no tanto de nuestras consideraciones respecto a lo que sea, sin duda estratosféricas.

Yo digo que algo llevamos vidas paralelas. Llegamos al mismo tiempo a México, como todavía desde Guadalajara nos referimos al Distrito Federal; nos ocupamos de la relación del cuerpo con la poesía y de la voz con la escritura; dibujamos los dos (él pinta, yo pocas veces); tenemos inclinación por la música (en tanto practicante yo un poco más). Hubo un tiempo en que se referían a nosotros como los Ricardos. Cuántas veces me felicitaron por sus libros; a él, que yo sepa, sólo una por uno mío.

Solemos entendernos, aunque a punto de borrachera, y por lo mismo no crecemos las cosas, algún desencuentro ha habido.

Cuando nos vimos por vez primera (antes nos encontramos, pero no nos vimos: un homenaje a su padre, Guillermo, fallecido ya, en el que se representaban escenas de La Múltiple, obra en la que siempre fuera de tiempo me encargué de las luces) pensé espontáneamente: éste es poeta.

Lo mismo me ha ocurrido con varios más, entre éstos, sin de ella saber que escribía, Laura Solórzano, y ya –pero mucho antes– a sabiendas, Coral Bracho, cuya presencia, como la de los mencionados otros dos (y reafirmo: no los únicos), me dejó, efecto en mí indiscutible de lo en verdad poético, del todo desarmado –o en todo caso, con algunas (irremediablemente pocas) palabras, que creo vendrían después.