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Mariguana, bebés chinos y protofascismo turco
¡H

ay demasiados temas esta semana! Diré algo breve acerca de los tres temas que me parecen de mayor trascendencia. En primer lugar, decir unas palabras en apoyo a los ministros de la Suprema Corte que opten por votar por proteger la libertad de cultivar y fumar mariguana. En segundo, comentar el final de la política china de un solo hijo por familia, y por último, poner atención sobre las elecciones recientes en Turquía. Si el lector piensa que abarco demasiado, agradezca al menos que haya decidido abstenerme de comentar la revelación hecha pública ayer en el periódico Milenio de que el empresario Carlos Ahumada pertenece a La familia michoacana. Hay, como dije, demasiados temas esta semana.

Para México, el tema más importante de la semana es la posible legalización del consumo de la mariguana. ¡Enhorabuena! La falta de apoyo popular a la legalización de la mariguana no debe preocupar a la Suprema Corte: primero, porque con la despenalización, la Corte estaría defendiendo derechos fundamentales. El respeto al derecho ajeno es la paz. Si a 70 por ciento de los mexicanos les parece mal que alguien fume mariguana, poco importa. También a 70 por ciento le puede parecer mal que alguien sea ateo, protestante, judío o musulmán. El derecho de cada quien de conducir su vida como mejor le parezca, siempre y cuando no dañe a terceros, es inalienable, y la opinión mayoritaria es irrelevante.

Además, la Corte no debe preocuparse por la opinión mayoritaria en esta cuestión, porque la política de criminalización de las drogas nunca se sometió a un debate público basado en datos científicos. Al contrario, el gobierno se ha dedicado a propagar el miedo a las drogas para con él justificar medidas que en realidad responden a otros intereses. En cuestión de drogas no hay una opinión pública bien informada. La Corte no debe hacer caso de la opinión. Por todo eso, felicitemos a la Suprema Corte: por haber hecho suyo un tema que le pertenece, y por no escabullirse ante una decisión impopular, pero importante. ¡Bravo!

El segundo tema es la decisión del gobierno chino de poner fin a su política de hijos únicos, que viene funcionando desde 1978. El anuncio despierta el miedo a que vuelva a dispararse la población en China, pero vale mucho la pena conocer el comentario de Amartya Sen en el New York Times, que muestra que la caída en las tasas de fertilidad chinas tiene más que ver con la condición de sus mujeres que con la política de permitir un solo hijo por familia. De hecho, la política restrictiva ha distraído la atención del mundo, que no ha sabido reconocer que China ha pasado por una transición demográfica que comenzó 10 años antes de las restricciones, y que calca patrones demográficos globales. Dicho mal y pronto, la igualdad entre hombres y mujeres resulta en familias pequeñas. Así de sencillo.

Por eso, también, liberalización de la política reproductiva en China debe ir acompañada de la profundización al apoyo a las mujeres: más educación, más igualdad en los mercados laborales, y más educación respecto de los prejuicios masculinistas de la sociedad. El final de la política restrictiva permitirá conocer los deseos de individuos y familias en edad reproductiva. Si el Estado desea influir en las tasas de natalidad, tendrá que profundizar su apoyo a las mujeres. La decisión del gobierno chino es consonante con una mayor democratización. Otra vez, ¡bravo!

Pero el último tema de la semana es, por desgracia, sombrío. Se trata de los resultados electorales de Turquía del pasado domingo, que le dieron un fuerte espaldarazo al presidente Erdogan y a su partido, el AKP.

¿Por qué importa esta elección?

La situación de Turquía presenta por primera vez el fantasma de la guerra civil. Para comprender por qué, importa recordar las ambiciones cuasi imperiales de Erdogan. Hasta hace poco, Erdogan soñaba con un papel preponderante de Turquía como potencia regional. En Egipto gobernaba la Hermandad Musulmana, que era un gobierno aliado; Irán, que es su competencia tradicional, estaba aislado, y había un levantamiento popular en Siria contra el régimen de Assad dirigido por grupos sunitas que recibían apoyo encubierto de su gobierno.

Ante Europa y Estados Unidos, Turquía aparecía como la cara razonable del islam, una democracia islámica moderada, en lugar de un régimen teocrático, ya fuera al estilo de Irán o de Arabia Saudita. Turquía era un interlocutor necesario para Occidente. De hecho, las cosas iban tan bien para Erdogan, que hasta podía ufanarse de que Turquía no perteneciera a la Unión Europea. Finalmente, a diferencia de la vecina Grecia, la economía turca no había hecho sino crecer…

Pero en cuestión de tres años, los sueños imperiales se han desmoronado. Primero, el golpe de Estado en Egipto de 2013 acabó con la ascendencia turca en ese país. Luego, Erdogan se equivocó en su política en Siria, porque sus aliados yihadistas no consiguieron derrocar a Assad. Peor: la guerra civil en Siria fortaleció el movimiento kurdo. Y por último, para rematar, llegaron 1.2 millones de refugiados sirios a Turquía.

El conflicto entre kurdos e islamitas radicales en Siria e Irak ha puesto a Turquía en situación muy delicada. Erdogan no puede apoyar abiertamente al Estado Islámico, por sus compromisos internacionales, pero quiere evitar a toda costa un movimiento independentista kurdo. O sea que tiene que atacar tanto a los yihadistas como a los kurdos, sin apoyar a Assad, que es su enemigo tradicional. El resultado de semejante desbarajuste es que la guerra comienza a filtrarse de Siria a Turquía, con un par de atentados yihadistas recientes contra la población kurda y contra la izquierda secular.

En junio la oposición –el partido kurdo, que incluía una alianza con la izquierda secularista– había logrado un triunfo electoral importantísimo, que le quitaba la mayoría parlamentaria a Erdogan. Pero para reconquistar su mayoría Erdogan apostó a una política del miedo, acusando a los kurdos de violentos y asociándolos a la guerrilla, y azuzando manifestaciiones populares anti-kurdas, antizquierdas y antisecularistas. Es decir, azuzando un islamismo que cada vez tiene menos de moderado.

A corto plazo, la estrategia funcionó y Erdogan ganó las elecciones, pero hoy por hoy, Turquía se encuentra peligrosamente cercana a una violencia étnico-sectaria. Tiene a la cabeza un presidente con ambiciones imperiales frustradas, que coquetea sin cesar con el fascismo.