Opinión
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No sólo de pan...

Ni de antitransgénicos

E

l descubrimiento de la ingeniería genética no es un retroceso humano, lo que es retroceso es la aplicación al resto del mundo de las inflexibles reglas que están en el origen y el devenir de Occidente, imponiendo en la segunda mitad del siglo XX y las primeras décadas del XXI un neocapitalismo salvaje, un neoliberalismo sin ética como el que practicaron los europeos en Medio Oriente, Asia, África, América y Oceanía desde que iban poniendo un pie en las que eran tierras extrañas e imposibles de comprender para ellos. Porque la técnica y la ciencia occidentales los hicieron seres soberbios e intolerantes frente a conocimientos intuitivos, empíricos y de otro tipo de ciencia sobradamente probados de otras culturas y, en vez de propiciar la complementariedad del saber, Occidente fue desechando lo que no nació de sus fuentes históricas grecolatinas o que reconoce como tal, a pesar de haberse apropiado de formas del pensamiento universal dado por la confluencia de pueblos en la propia Europa y en sus territorios vasallos.

Sin embargo, no creo que fuera el protestantismo como idea lo que casi acabó con los indígenas de Estados Unidos y Canadá, ni el cristianismo el que mermó física y moralmente a los orgullosos indígenas de México, Centroamérica y los Andes, ni que el islam fuera la base ideológica de la trata de esclavos, o el Capital de Marx el responsable de los totalitarismos. Estoy convencida de que el uso que hace cada quien de su propio conjunto de ideas para justificar sus intereses personales es lo que hace la diferencia, pues las ideas mismas no necesariamente arrojan el mismo comportamiento en todos los individuos o en los grupos.

Nadie quiere morir a causa de comer organismos genéticamente modificados (OGM) o cualquier otra cosa que ponga en riesgo su salud y vida, éste es un ejemplo de interés personal, común en mucha gente y complementario, no en todos pero sí en muchos que queremos salvar el maíz criollo, las abejas y en general el Planeta, más allá de nuestras propias vidas. ¿En cuál de los dos ejemplos se cae cuando se combate la transgénesis acríticamente? Yo quisiera asistir a un debate donde pudiera escuchar cómo uno de los avances más significativos de la ciencia contemporánea puede ser inútil o absolutamente nefasto (¿lo es la energía nuclear?) para saber si, por ejemplo, la ingeniería genética podría aumentar la producción del algodón para la industria vestimentaria haciéndolo recuperar el lugar que le quitaron las alergénicas fibras sintéticas. O si el cultivo de soya transgénica eliminará a las abejas a cambio de representar un energético renovable…

Estas reflexiones vienen a cuento porque me extraña que un movimiento tan poderoso y consensuado (con el que he estado siempre aunque no se incluya públicamente mi firma) como es el de prohibir la siembra del maíz transgénico en nuestro país para preservar nuestras variedades criollas, no vaya acompañado por la exigencia igualmente contundente de sustituir por policultivos los monocultivos en general y particularmente del maíz, el frijol, el chile, la calabaza… etcétera, dado que agotan los suelos y exigen constantemente químicos como plaguicidas, fertilizantes y herbicidas igualmente o más peligrosos a corto plazo que los transgénicos. Porque esta actitud equivale a estar contra la pena de muerte por la horca, pero aceptarla por inyección letal.

Hago un llamado a nuestros científicos y científicas (subrayo el femenino, aunque gramaticalmente sea innecesario, dada la participación notable de varias compañeras luchadoras contra los transgénicos) para que levantemos juntas las banderas de la preservación de nuestro maíz criollo en el marco de nuestro policultivo, la milpa, uno de los grandes inventos de la humanidad, tan grande como los arrozales acuáticos u otros policultivos que se practicaban en las terrazas de los Andes o en las camoteras del África subsahariana. Hasta que Occidente llegó para desbaratar estos sistemas e imponer el único que conocía y dominaba: el monocultivo, con base en el trigo y los cereales de la misma familia, rotados con leguminosas u hortalizas también en monocultivos, donde se pueden aplicar técnicas mecánicas (que en los policultivos destruirían unas u otras plantas) y de este modo haciendo dependiente en alimentos al resto del mundo.

El tema no es menor ni de forma. Porque cuando un mexicano (o mexicana) se cree de cepa occidental pero se identifica con la que cree su cultura (por cierto mestiza), que es representada por el maíz criollo pero sin sus cohabitantes vegetales, o por pueblos mágicos, donde los extranjeros sólo ven el número de asesinatos y de impunidades, o por la nueva cocina mexicana que se presenta a la manera japonesa para subirla de categoría (conocido chef dixit) mientras hay quienes cuelgan a la entrada de sus restaurantes falsos reconocimientos de la Unesco como patrimonio de la humanidad, el problema es de fondo y hay que actuar.

Hago un llamado a mis colegas de las ciencias puras y sociales para bajarse del estrado y reunirnos en un frente común que procure, en primer lugar, salvar el campo a través de los campesinos y sus familias, gracias a la producción para la autosuficiencia excedentaria que siempre proporcionaron las milpas, pues es a través de éstas que podremos defender más eficazmente la no contaminación transgénica de todos nuestros alimentos básicos, así como nuestras tradiciones culinarias. ¡No a los monocultivos alimentarios, aunque no tengan transgénicos!