Opinión
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Coyotes, coyotes...
E

l anuncio de que los legisladores del PRI y del PAN decidieron reducir el impuesto a las bebidas azucaradas en 50 por ciento pone sobre la mesa el tema de la ética y la responsabilidad de estos representantes populares, así como la legitimidad de la intervención en el proceso legislativo de los coyotes, quienes en democracia ahora reciben el apelativo menos sonoro de cabilderos. Aparentemente, el desafortunado cambio en relación con el dicho gravamen fue obra de estos personajes que, iPad y celular en mano –diría Isaías Robles, de Animal Político (18/10/2013)– tomaron por asalto la Cámara –dice también que en ocasiones llegan a ser hasta 3 mil en el recinto legislativo– cuando se discutía el presupuesto, y torcieron el debate a favor de los intereses que los emplean, y en contra de la salud de los mexicanos.

El éxito de estos protagonistas del proceso legislativo en que se han convertido los coyotes, perdón, los cabilderos, pone al descubierto la capacidad de convencimiento, por llamarla de alguna manera, de estos agentes de grupos de interés o de grandes empresas como Coca-Cola que por lo visto resultaron más efectivos, primero, que la opinión favorable que había recibido el impuesto anterior. El gravamen había incidido en la reducción del consumo de estas bebidas y el aumento de la demanda de agua embotellada. Este éxito fue reconocido en otros países que están considerando la introducción de un impuesto similar. ¡Caramba! Por una vez que hacemos algo bien, lo deshacemos. Los lobbyistas fueron más influyentes que la Organización Mundial de la Salud o la Organización Mexicana de la Salud, y distinguidos científicos, médicos y nutriólogos que han recomendado insistentemente que se controle la venta de bebidas que causan diabetes y obesidad.

Y me pregunto por qué fueron tan persuasivos los coyotes. Cuando pienso en los intermediarios legislativos que conozco, pues es una actividad que se ha puesto muy de moda entre políticos desempleados y jóvenes politólogos que buscan iniciar una carrera política, no puedo creer que sean más sabios que los expertos en salud, o más creíbles que lo que vemos todos los días a nuestro alrededor: niños gordos y papás más gordos, cuya salud está comprometida por el consumo excesivo de azúcar. Además, hasta ahora los diputados no nos han dado un solo argumento que explique su decisión. Pobre es, verdaderamente pobre, si no es que una burla, la respuesta del diputado Beltrones a una pregunta al respecto, en la que afirmó que con cultura se puede abatir la obesidad. Sí, y también la corrupción, como lo sugirió el Presidente. La dificultad es que los cambios culturales son de largo plazo, pero hay problemas urgentes que no pueden esperar, por ejemplo la obesidad, que tanto afecta a niños y jóvenes mexicanos, la diabetes que sufren millones adultos y es una enfermedad muy onerosa para el sistema de salud, o la corrupción que nos afecta a todos y que también nos sale muy cara.

Los coyotes mexicanos son una especie a la que la democracia ha credencializado, se hacen llamar lobbyistas como si al recurrir al inglés se echaran agua de colonia para disimular el tufillo que los precede, pero la verdad es que son viejos actores de la política local. Los empresarios siempre tuvieron empleados cuya función era abrirles una entrada en el proceso de decisiones de los poderosos. La diferencia es que antes los coyotes/cabilderos/ lobbyistas actuaban de manera solapada. Es sin duda mejor que hagan lo que hacen a plena luz del día, pero aun así no logro reconciliarme con este oficio.

Me parece que sigue siendo poco honorable que intervengan estos profesionales de la influencia y la palanca cuando el ciudadano se limita a emitir un voto del que el legislador dispone libremente. Esta libertad implica la de atender a los cabilderos que promueven políticas que me perjudican, y no hay nada que pueda yo hacer para evitar que el legislador se olvide del compromiso que adquirió conmigo, que quiero que disminuya nuestro consumo de bebidas azucaradas, y se deje convencer por un lobbyista al que le pagan por lograr que el legislador utilice mi voto como mejor le convenga a él y al cabildero.

Un diccionario de inglés cuenta la historia de la palabra lobbyist: así se llamó a estos agentes que aparecieron a mediados del siglo XIX en el Congreso de Estados Unidos. Su propósito era influir en las decisiones de los legisladores y de los reguladores, pero no los dejaban ir más allá del lobby del edificio, es decir, de la entrada no pasaban. Y entre las muchas historias rescato una que me parece reveladora: era un buen lobbyista porque se dejaba ganar –y fuerte– en el póker, por el senador al que luego le pediría un favor. Es decir, el buen cabildero es también un buen lambiscón. Y ya se sabe que a los lambiscones no hay que creerles nada. Entonces, ¿por qué los legisladores les creyeron a los cabilderos/lobbyistas/ coyotes? Será que son muy buenos antropólogos.