Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Sólo para niños

D

os veces al día pasan frente a mi departamento los cuidadores de perros. Me maravillan su destreza para controlar con una mano seis o más correas, su don de mando para impedir que los animalitos corran peligro cuando atraviesan la calle y la energía con que los meten al orden si otros perros los provocan desde las azoteas.

El día en que le expresé mi admiración a Rigoberto, el primero que ejerció el nuevo oficio en esta colonia, me agradeció que apreciara su trabajo. A simple vista parece muy sencillo, pero exige sentido de responsabilidad, paciencia, buena memoria y, sobre todo, amor hacia los animales. Su problema, me aclaró Rigoberto, era que pronto se encariñaba con los perros y cuando sus dueños, por una u otra razón, prescindían de sus servicios de cuidador, él se angustiaba al punto del insomnio.

Le dije que lo comprendía muy bien y que estaba de acuerdo en que los animales, muy buenos compañeros, llegan a convertirse en nuestros grandes amigos. Entonces Rigoberto se ofreció a conseguirme un perro y a encargarse de él mientras yo estuviera en mi trabajo. Varias veces he considerado esa posibilidad, pero el recuerdo de la única mascota que he tenido me lleva a desistir. La llamé Piky. Su presencia iluminó una etapa muy importante de mi infancia.

II

Como hija única, la imposibilidad de ir a la escuela y ver a mis amigos significaba un vacío terrible. Lloré mucho. Mi madre, para consolarme, prometió que cada vez que tuviera un tiempecito iba a jugar conmigo, leerme cuentos, prepararme gelatinas de grosella y limón verde –mis predilectas– y hacerle vestiditos a mi muñeca. Su buena voluntad se estrelló contra sus muchas obligaciones de ama de casa y modista. Sin embargo, entre un quehacer y otro, se acercaba a darme los medicamentos y a decirme cuánto me quería.

Sus atenciones y la bata larga que me confeccionó, a fin de que estuviera más cómoda durante mi encierro, me hacían sentir importante; pero yo aspiraba a algo más: tener con quien jugar y convertirme en una enferma de película que recobrara la salud gracias a su mascota. (Había visto el milagro en una función triple en el cine Cosmos.) Una noche le pedí a mi padre que me regalara un perro. Le pareció buena idea, pero no así a mi madre.

Ella apenas tenía tiempo para cuidarme, limpiar la casa y atender a sus clientas. En esas circunstancias, ¿cómo era posible que yo quisiera cargarla con todo el trabajo que significa la convivencia con un perro? Para lograr mi objetivo recurrí al chantaje. A todas horas me mostraba triste, desganada, aburrida por no tener con quien jugar. Mis esfuerzos rindieron frutos. Un sábado, además del chisporroteo del aceite en la cocina y la música en la radio, oí los ladridos de un perrito.

Mezcla de no sé qué con de la calle, era primoroso. Tenía ojos claros, pelambre color miel y una mancha oscura en la nariz. Lo llamé Piky. A partir de aquel día se convirtió en mi compañero de juegos y en mi sombra. “ Piky, ven”. “ Piky, siéntate”. “ Piky, escóndete”. “ Piky, duérmete”. “ Piky, no me muerdas”. “ Piky, no te asomes a la ventana porque te vas a caer”.

La aparición de Piky me salvó de la añoranza por mis amigos y de la monotonía durante el resto de mi convalecencia. Después, cuando volví a la escuela lo primero que hice fue hablarles a mis compañeros de lo inteligente y lo gracioso que era Piky. Desperté su envidia y sentí que las aventuras con mi mascota superaban en serio las que ellos habían tenido en mi ausencia.

En cuanto llegaba la hora de la salida me iba a mi casa corriendo, ansiosa de oír el concierto de ladridos con que Piky me daba la bienvenida. Comíamos juntos. Mientras hacía mi tarea él dormitaba a mis pies, en espera de un nuevo juego: “ Piky, salta”. “ Piky, tráeme mi zapato”. “ Piky, levanta las patas”. “ Piky, te he dicho mil veces que no te asomes a la ventana. ¡Bájate de allí! ¡No! ¡ Piky! ¡No!”

Nunca olvidaré el largo y último gemido de mi mascota, el clamor de quienes habían presenciado el atropellamiento y los claxonazos con que el chofer del automóvil asesino procuraba alejarse. Aunque aún lo tenía prohibido, salí a la calle seguida por mi madre. Paralizada ante la escena, no pude llorar ni rehuir mi primera visión de la muerte: un hocico entreabierto, una pelambre color miel sucia de lodo y sangre.

A la mañana siguiente, una vecina consiguió que nos permitieran sepultar a Piky en una estancia para perros abandonados. La breve ceremonia me hizo comprender que la muerte significa ausencia definitiva. La sentí más lacerante cuando, al regresar a la casa, no escuché ladridos de bienvenida. Entonces sí lloré a gritos. Mi madre me aconsejó que, en vez de ponerme así, me alegrara de que mi perrito se hubiera ido al cielo. Esa explicación ahondó mi angustia: el cielo es inmenso y Piky andaría por allí perdido, asustado, triste y solo.

Mi madre me dijo que estaba equivocada: Piky ya tenía un compañero de juegos. Le pregunté quién era. En vez de responder, me llevó hasta la ventana: Mira la Luna. ¿Ves el conejo que tiene dentro? Él y tu mascota ya son amigos y lo serán para siempre.

Mi madre nunca mintió y le creí. Necesito seguir haciéndolo. Con frecuencia, pero sobre todo en las noches de octubre, miro al cielo con la ilusión de que aparezcan la Luna, el conejo y mi adorado Piky.