Opinión
Ver día anteriorDomingo 4 de octubre de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La carriola ocupada
L

a columna de hoy de Clarisa Landázuri en La Voz Brava a la letra dice: “El relato de la última experiencia que tuve como toda una ciudadana consciente y responsable en su sociedad concentra suficientemente bien las razones que me orillaron a retirarme del mundanal ruido y recluirme en Brava, donde, sin pretender derechos ni obligaciones de ciudadanía en lo más mínimo, soy una simple residente más, una simple pobladora más, sólo que contenta.

“Aquella vez a la que me refiero lo que sucedió fue que llegué apenas pasadas las 14 horas a la comida mensual de la Asamblea de Vecinos que, sin ser formal, muy inusualmente había empezado en punto. Los demás consejeros ante la mesa puesta para ocho, rodeaban el único lugar sin ocupar todavía, que era el mío, y ya batallaban con el plato principal, la servilleta ya arrugada sobre sus respectivos regazos, la segunda o tercera copa de vino ya a medio vaciar. Mi sensación de haber fallado era tan fuerte que, aun cuando me sabía sin culpa ninguna, para enmendarla dirigí, lo más sonriente que pude y en la voz más clara y prudentemente alta que pude, un saludo general que sin embargo, debido a mi timidez natural, resultó demasiado efusivo para la ocasión y las circunstancias.

“Si el resto de los reunidos fijó en mí su mirada, ninguno me contestó. O su respuesta quedó suspendida en el aire, igual que el tenedor con el que cada uno se llevaba los últimos bocados a la boca. Tosí para disimular mi equivocada y enfermiza vergüenza al tiempo que me incorporaba lo más discretamente posible a la conversación que mi presencia retrasada había interrumpido. Hablaban de una especie de novedoso zoológico recientemente inaugurado en nuestra zona en el que de un zarpazo excesivo un león acababa de matar a su entrenador. Más que comentar, todos tenían algo que opinar. Hablaban al mismo tiempo. La algarabía era aturdidora. La asesora a mi izquierda, con un vestido que asemejaba la piel de una zebra, parecía ser la más enterada del tema, pero como cada uno de los demás también creía saberlo todo al respecto ninguno le prestaba mayor atención a ningún otro.

De modo que la única que podía atender a la aspirante a zebra era yo, tanto porque me encontraba a su lado, como porque no decía palabra, siempre he preferido escuchar a hablar, especialmente cuando no tengo nada nuevo que contribuir. En síntesis, yo era la presa más fácil para la zebra. Sin embargo, lo que a mí me urgía era apurarme a comer y no ser la causa de retrasar el postre, que el resto de los invitados ya esperaba. Pero cuando el mesero retiró mi plato por fin vacío y yo me disponía a escuchar a mi vecina con toda atención, me sobrevino un ataque de hipo. Sentí que me asfixiaba. Los ojos se me llenaron de lágrimas, que corrieron por mis mejillas. La cara me hervía. Y, lo peor, mi vecina, que tenía la mirada fija en mí y que en esos momentos alcanzaba la conclusión de cómo ella habría impedido que el león matara de un zarpazo a su entrenador, no se daba cuenta del apuro por el que yo pasaba ni trataba de auxiliarme en ningún sentido.

Leí el testimonio de Clarisa en una banca afuera de la papelería en la que acababa de surtirme de lápices y cuadernos diversos. Guardaba bien protegido el ejemplar de La Voz Brava en una carpeta en mi morral, junto con mis nuevas provisiones, a la vez que me preguntaba no sin inquietud si la experiencia narrada por Clarisa justificaba su retiro de la sociedad, cuando delante de mí pasaba una joven mamá empujando una carriola y, al mismo tiempo, argumentando con dulzura, aunque con firmeza, por qué no le había comprado al niño que caminaba a su lado una mochila particular que él insistía en que le hacía falta, cuando el chico, de unos seis años de edad, con el ceño fruncido, me vio en la banca y, aflojando su expresión, sonriente me saludó, en un español con acento extranjero, ¡Buenos días, señora! ¡Buenos días!, le contesté.

El gesto me hizo pensar que, igual que Clarisa, carezco de la personalidad necesaria para pertenecer a ninguna Asamblea ni, mucho menos, enfrentar airosa las maneras, las mañas, las responsabilidades y las consecuencias que el cargo exija a sus miembros; pero que, al contrario de Clarisa, yo no necesito retirarme de ningún tipo de mundanal ruido de ninguna sociedad para ser parte de los demás y estar no sólo contenta entre la gente, sino agradecida.