Opinión
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El grado cero de la ciudadanía
E

l más irreparable de todos los destinos, un padre sirio que perdió a su hijito porque no lo pudo salvar de la volcadura del bote en el que iban frente a las playas europeas, fue la escena que despertó por unos días a una parte –la parte minoritaria, si no me equivoco– de la conciencia europea frente a los saldos de su propia política en África y el Cercano Oriente en las últimas décadas. La estampida reciente de migrantes que intentó cruzar el Mediterráneo o ingresar a través de los Balcanes es el corolario no sólo de un sinnúmero de intervenciones dedicadas a propiciar guerras civiles en una decena de países (Siria, Irak, Afganistán, Yemen, Siria, El Congo en estos días, entre otros), sino una forma peculiar en que los países industrializados aseguran una de sus principales fuentes de bienestar para sus poblaciones.

The Wall Street Journal reportaba ayer que los precios de la construcción en Estados Unidos podrían subir hasta 10 por ciento porque medio millón de trabajadores mexicanos empleados tradicionalmente en esa industria, que habían sido expulsados por la crisis y las políticas migratorias hacia México desde 2009, ya no había regresado a la unión. Trabajadores de excelente calidad que llegan a ganar a veces hasta la cuarta parte que un estadunidense, afirma el periódico. ¿Y no es esta una de las razones principales que explica por qué las puertas de esos países siempre se hallan entreabiertas o medio abiertas a la migración? No sobra decirlo: los migrantes no son kamikazes del sueño europeo o estadunidense; sólo ingresan por donde están convencidos de que existe alguna probabilidad de ingresar. Cientos de miles de migrantes cada año, que al no contar con el mínimo de sus derechos –la ilegalidad significa, precisamente, una forma legítima de ilegitimidad al normalizar el hecho de que sean seres sin derechos–, no tienen otro remedio que aceptar condiciones de vida y trabajo que un italiano o un alemán sólo conoce por los libros de texto sobre el siglo XVIII.

En 2013, en la ciudad italiana de Prato, cerca de Florencia, murieron quemados 19 trabajadores chinos cuando se incendió una fábrica textil, en la que ganaban la tercera parte del salario mínimo y realizaban jornadas de trabajo de hasta 12 horas. El argumento convencional es que un italiano o un alemán ya no están dispuestos a aceptar esta clase de trabajos. Un argumento que encierra un poco de realidad y mucho de hipocresía. En condiciones en las que el desempleo alcanza hasta 10 por ciento y afecta sobre todo a los jóvenes europeos, lo que éstos no estarían dispuestos a aceptar, más que los trabajos mismos, son los salarios que se pagan por estos trabajos y, sobre todo, la desprotección social –léase los bajos costos para el Estado– en los que están envueltos.

El capitalismo contemporáneo, que hoy garantiza en teoría a sus ciudadanos la promesa de libertades individuales, encuentra caminos inescrutables para asegurar su reproducción no sólo económica, sino social y política. La peculiar forma en que se ha dado la migración masiva de las últimas décadas ha contribuido a desmantelar redes antiquísimas de solidaridad y formas complejas de organización horizontal, que permitían a los grupos subalternos negociar a cada paso las condiciones de su existencia social. Desde la educación, la salud, la jubilación, etcétera. Prácticas tan comunes como lo fueran la huelga, la protesta pública, los plebiscitos locales se han vuelto en la actualidad una hazaña, ahí donde los trabajadores migrantes deben marcharse a casa en el momento decisivo por temor a ser deportados o ver sus visas de trabajo confiscadas.

En el siglo XVI, Étienne de la Boétie escribió un célebre texto para explicar las condiciones sobre las que empezaba a erigirse el Estado absolutista: Sobre la servidumbre voluntaria. Ésta significaba, por un lado, la disponibilidad completa del súbdito para servir al soberano único; por el otro, una condición que liberaba al soberano de la responsabilidad sobre el súbdito. La máxima de este régimen de politicidad sería una de las razones que desembocó en la Revolución Francesa: obedecer y callar.

Todo indica que en la forma actual que han adoptado las sociedades de mercado, una forma cada vez más tributaria, tiende a instaurarse un régimen equivalente al que describió La Boétie. Sobre todo para los migrantes recién llegados. Ningún migrante emprende la marcha por la expectativa que encierra la idea del bienestar europeo o el “ American dream”. Esta es una narrativa destinada a legitimar al sistema frente a sus propias poblaciones. ¡Lo que no dan los migrantes por llegar hasta aquí! En realidad bajo esa retórica del sacrificio se esconde una forma de exclusión que justifica la no responsabilidad social del sistema con los que recién ingresan a él. Una no responsabilidad que se expresa en un grado cero de ciudadanía.

Algunos de los saldos políticos de esa escisión entre ciudadanos y no ciudadanos son evidentes. Antiguas franjas de trabajadores que antes se inclinaban por la izquierda, hoy, como en Finlandia y en Francia, se orientan por la derecha nacionalista. Este tipo peculiar de migración convierte a los nuevos habitantes –sin que ellos se lo propongan– en competidores desleales de mercados de trabajo cada vez más inestables y carentes de seguridad. No es que la migración busque al sistema, es el sistema el que busca a un migrante que mantendrá bajo ciudadanía secuestrada durante varias generaciones.

El multiculturalismo –que adopta versiones muy distintas en cada país europeo, porque el estatus del migrante varía de país en país– no ha hecho más que enrarecer la situación. Se ha transformado en una geografía de guetos donde se anidan enconos reales e imaginarios. Toda la discusión sobre el uso o no de la burka –el velo que usan las mujeres musulmanas– en Francia jamás mostró el trasfondo real del problema. En Francia sólo ¡3 mil mujeres! usan burka, de las cuales 2 mil son francesas recién conversas. Todo con tal de sostener el fantasma de la islamización.