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Estallidos, cambio social, revoluciones
D

entro de pocos días (el 20 de septiembre) se realizarán en Grecia elecciones anticipadas. Syriza se presenta debilitado por la salida de la izquierda, que formó Unidad Popular a fines de agosto, y desprestigiado por haber abandonado sus posiciones anteriores y adoptado totalmente las condiciones leoninas impuestas por la Unión Europea y defendidas por la derecha griega tradicional. Dada la decepción y desmoralización de la mayoría de sus votantes, se puede prever un aumento de la abstención, un crecimiento de los nazis de Aurora Dorada y una cantidad de votos exigua para Unidad Popular, que no ha tenido tiempo para organizarse y difundir sus propuestas alternativas a las de Tsipras-Syriza y la derecha, y arrastra también los efectos de no haber roto antes con Tsipras. Su participación en el nuevo Parlamento que será elegido, pienso que será por eso bastante reducida, aunque espero fervientemente ser desmentido por las urnas.

La incógnita real es si Tsipras, apoyado por la Unión Europea, es elegido primer ministro con los votos de la derecha tradicional y con el programa de ésta y de los bancos alemanes, o si ni siquiera logra este objetivo, porque los votantes podrían preferir a la derecha tradicional para llevar a cabo una política de sumisión a la troika y opuesta frontalmente a los trabajadores y no a un advenedizo que prometía oponerse a la troika y terminó sometiéndose a ella sin resistencia ni condiciones. Pero eso afectará fundamentalmente el futuro personal de Alexis Tsipras, no el de los trabajadores griegos, que seguirán resistiéndose a la transformación de Grecia en una colonia del gran capital y luchando por preservar sus existencias mismas.

Lo importante es comprender la moraleja del caso Syriza: quien cree, incluso sinceramente, poder reformar al capitalismo desde adentro del sistema y de las instituciones estatales que lo defienden y refuerzan, termina desnaturalizando y destruyendo su propio partido y construyéndose una fama de tránsfuga, renegado, traidor, agente de los capitalistas. Eso sucedió con los socialdemócratas y los socialistas franceses, cuyo ejemplo es François Hollande, que manda tropas a África y bombardea Siria actuando como perro faldero de Washington sin siquiera la formalidad de pedir el visto bueno al Consejo de Seguridad de la ONU. También sucedió en el caso del modelo de Tsipras-Syriza, el Partido Comunista Italiano de Togliatti, que entró en la mayoría gubernamental creyendo orientarla hacia el centro y terminó disolviéndose, y hoy, transformado en Partido Demócrata, gobierna Italia en nombre de la derecha constitucional y al servicio del gran capital financiero internacional. Ni hablemos de los gobiernos capitalistas progresistas que creen ser realistas cuando persiguen la utopía de construir un capitalismo social, bueno –una fiera vegetariana–, aceptando todas las reglas y leyes del sistema de explotación y tratando de impedir toda movilización independiente de los trabajadores aunque éstos los hayan apoyado. Lo que está pasando en Brasil, con la corrupción de los dirigentes del Partido de los Trabajadores que abre el flanco a la posibilidad de un golpe de Estado blando, es un ejemplo claro.

La historia muestra que los intereses de los trabajadores se defienden fuera de las instituciones y con la fuerza de aquéllos. El trabajo infantil era antes legal, al igual que las 12, 14 o 15 horas, tal como es legal en algunos países la esclavitud. La fuerza organizada de sus víctimas y las luchas sociales impusieron al capital otra nueva legalidad, más civilizada y más humana, aunque siempre capitalista.

Sin conquistar la mente de los trabajadores, éstos serán sumisos esclavos resignados a su miseria y opresión. De ahí la necesidad de una minoría formada por quienes comprenden que el capitalismo domina culturalmente a sus víctimas y que, por lo tanto, libre cotidianamente una batalla cultural para rasgar los velos de la enseñanza, la religión, la propaganda, que esconden lo que es realmente el capitalismo. Pero ni los Flores Magón ni los Serdán, ni Voltaire o Rousseau, hicieron posibles la Revolución Francesa o la Mexicana. Su contribución fue enorme, porque sembraron semillas de libertad, pero se necesitó una tierra fértil para que millones de campesinos iletrados antes sumisos se fueran a la bola en México, o dejaran de esperar de la bondad del rey, para pasar a derrocarlo. Las revoluciones no las hacen los revolucionarios; son el resultado imprevisto de una grave crisis del régimen que impulsa a millones de personas que querrían cambios parciales que el régimen les niega y con su lucha esperan conservar su modo de vida que está en peligro. La acción y la represión los llevan a dar un salto en su conciencia, a modificar su subjetividad. La revolución hace a los revolucionarios pese a su ignorancia, a su egoísmo, a las tendencias brutales que le impone la parte reptiliana de su cerebro. La revolución saca a primer plano el heroísmo, el sentimiento colectivo de quienes entran en ella sólo como rebeldes, en un estallido social, y se construyen como mujeres y hombres libres y conscientes.

El capitalismo prepara una guerra mundial y está destruyendo el ambiente. La Humanidad está en peligro. Pero, salvo si una guerra global hiciera volver enteras regiones a la Edad de Piedra y destruyera las condiciones para la supervivencia de una vida civilizada, de esa guerra podría surgir una revolución contra el capitalismo que daría origen, no al socialismo, pues éste requiere cultura y abundancia, sino a un nuevo colectivismo con tendencias burocráticas y jefaturas locales campesinas por la escasez y la subsistencia de trabas culturales.

El papel de quienes saben que el capitalismo no es eterno y ven lo que éste nos prepara consiste en abreviar y reducir los posibles retrocesos futuros y en reforzar hoy los elementos de autoconfianza, autorganización y solidaridad presentes en las grandes luchas sociales.