Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Nuevos hábitos

C

omo si fueran manchas de salitre, los cambios en el estilo de vida de Matilde han ocurrido en forma lenta, silenciosa, incontenible. No se habría dado cuenta si su hermana Felicia no le hubiera preguntado por qué de un tiempo a esta parte rechaza todas sus invitaciones, sólo va y viene del trabajo y pasa sus días libres encerrada en su departamento.

Esas variaciones en la conducta de Matilde tienen intranquila a su familia y son motivo de conversaciones inútiles. Al final nadie se explica que Matilde haya pasado de ser una persona sociable, animosa, brillante, a otra solitaria y opaca.

Su madre sospecha que la transformación de Matilde pueda originarse en algo grave y la interroga sin descanso, ya sea por teléfono o cuando la visita: ¿Estás enferma? ¿Te pasó algo malo y no quieres decírmelo? ¿Tienes problemas en la oficina? ”¿Estás así porque Raziel se fue?” Matilde responde a esos cuestionamientos en tono ligero y le suplica a su madre que no se invente motivos de preocupación (ya tiene suficientes con el alcoholismo de Adrián). Ella está sana, si le hubiera ocurrido algo malo se lo habría dicho; en su trabajo todo sigue estable. En cuanto a Raziel no hay problema: rompieron en buenos términos y siguen siendo amigos. Que por favor le crea: cambió de gustos, eso es todo.

Al despedirse, su madre siempre termina con las mismas preguntas: si no le gustaría dejar el departamento, volver a su lado y permitirle disfrutarla como lo que es: su única hija soltera. Adrián, Rodrigo y Felicia están casados, es lógico que quieran vida aparte; pero ella, ¿por qué? No tiene pareja ni compromiso con nadie. Aunque agradece la oferta, Matilde la rechaza diciendo la verdad: a los 32 años le gusta ser independiente y es feliz, aunque a veces extrañe un poquito a Raziel.

II

El desinterés por las reuniones y la calle no son los únicos cambios en el estilo de vida de Matilde. El supermercado está a dos cuadras de su edificio pero ya no lo frecuenta. Hace todas las compras por teléfono. Una compañera de trabajo la convenció de que el servicio a domicilio le evitaría pérdida de tiempo y, sobre todo, enfrentar los peligros de la calle: fuegos cruzados, energúmenos al volante, bloqueos, atracadores, zanjas profundas, alcantarillas sin tapa...

Matilde reconoce que comprar por teléfono es muy cómodo y la pone a salvo de riesgos. A cambio de esas ventajas tiene un inconveniente: le roba la posibilidad de conversar con los empleados o con los habituales del súper acerca de las noticias, los escándalos, los basureros en cada esquina y el desorden con que han aparecido en la colonia cervecerías, antros y edificios descomunales.

Extraña aquellas charlas sencillas, entre anaqueles, porque le daban sensación de pertenencia y oportunidad de convivir con personas que le inspiraban simpatía, confianza y un afecto tranquilo expresado en el momento de la despedida: Me dio gusto saludarlo. Que siga usted muy bien. Nos estamos viendo.

A pesar de sus precauciones, Matilde tiene sensación de peligro aun en su departamento. Antes, al oír un llamado a su puerta sólo la impacientaban los timbrazos –Ya voy, ya voy: un momentito–, ahora la ponen en guardia. No le basta con que el visitante se identifique por su nombre: le exige datos concretos que puedan brindarle la seguridad de que el recién llegado no es un delincuente. A los mensajeros les pide una identificación y la analiza antes de recibir la correspondencia o el paquete que fueron a llevarle.

III

Frente a quienes han notado su retraimiento, Matilde procura justificarlo con razones desgastadas: exceso de trabajo, falta de tiempo, dolor de cabeza, fatiga. Nadie las cree, y mucho menos ella, porque sabe que el verdadero motivo de su hosquedad es el miedo. Si lo confesara ante su familia, de seguro su madre o alguno de sus hermanos le preguntaría: ¿Miedo de qué?

El solo hecho de pensar en su respuesta le causa dolor, la avergüenza y la hace comprender que, como la mancha de salitre en su sala, el miedo ha ido invadiéndolo todo, quitándole horas a sus días, reduciendo su mundo, limitando sus acciones al punto de impedirle cosas que antes eran tan naturales y cotidianas, como ir a las compras, entrar a un cine, recorrer un centro comercial, meterse en un restorán, sentarse en un parque, subirse a un transporte público, sostener conversaciones con desconocidos, retirar dinero del banco, colgarse la cadenita con la Virgen de Guadalupe que le regalaron sus padres al cumplir l8 años y, a últimas fechas, hasta vestirse de acuerdo con sus posibilidades y gustos.

Hace algunas semanas escuchó en un programa radiofónico que para mantenerse a salvo de los delincuentes lo mejor es usar ropa sencilla, de aspecto humilde y sin adornos que puedan atraer a los asaltantes. Guiada por el consejo, Matilde sustituyó sus trajes bonitos por los pantalones, suéteres y camisas más viejas que encontró en el clóset. Su desaliño es motivo de burlas entre sus compañeros de oficina y otra causa de inquietud para su familia. Matilde lo sabe, no le importa y no piensa dar explicaciones.

Algunas noches, cuando vuelve de su trabajo, corre a su habitación, se quita las ropas de aspecto humilde, elige alguno de sus vestidos predilectos, las zapatillas que tanto le gustaban a Raziel y se los pone. Satisfecha de su aspecto se pasea por su cuarto: allí no siente miedo y no hay manchas de salitre, todavía.