Opinión
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El camaleón de Curzio Malaparte
N

o hay preceptiva literaria que garantice la perdurabilidad de un texto. La única medida para que una obra subsista es que parezca hecha para el presente y no se deslave con el paso de los días. No importa que sea para el presente nebuloso por la revolución que conoció como pocos Martín Luis Guzmán o para el presente que terminará de ser al concluir estas líneas.

En 1928 empezó a publicarse por entregas una novela que desternilló a los lectores italianos por su prosa delirante. También logró enfurecer al mismísimo Benito Mussolini. Y no era para menos: las escenas y razones o sinrazones de la vida política aparecían en Don Camaleón, de Curzio Malaparte, con una crudeza y sarcasmo que provocaban la carcajada pero también hacían reflexionar.

Malaparte era un viejo conocido del dictador que inicialmente había luchado por su causa y que con el tiempo se convirtió en uno de sus críticos más consistentes y constantes.

La crítica a Mussolini se ha convertido en nuestros días en una crítica relativamente fácil, en un lugar común del pensamiento liberal. Qué bueno que exista: cada vez tenemos una mejor visión de lo que fue la crueldad del fascismo italiano y esa información mantiene viva nuestra memoria para evitar horrores semejantes.

Recientemente Umberto Eco nos presentó unas instantáneas de esa Italia y de sus nexos con el presente en su novela Número cero. Sin afán pedagógico alguno nos mostró esas prácticas y formas de hacer política que no hemos podido erradicar o por lo menos controlar en los países democráticos.

El que Curzio Malaparte hubiera hecho la crítica a Mussolini cuando el dictador era el hombre fuerte no fue un asunto menor: permitió mantener viva la memoria sobre los usos y costumbres para hacer política en el momento en que la política se convirtió en los deseos de un solo hombre.

A más de ocho décadas de haberse publicado, Don Camaleón no se ha convertido en una novela exótica cuyo valor es meramente testimonial. Es una sátira corrosiva cuya construcción literaria la convirtió en un relato indeleble.

Aunque el más famoso fascista italiano es el eje de la novela, existe un personaje como la hidra que con su mirada nos petrifica: un monstruo de mil cabezas que gusta de los títulos y las academias, el derecho de picaporte, y cuyo cuello es tan largo que siempre aspira a susurrar al oído del poderoso, a convertirse en el Rasputín del príncipe o por lo menos en el cortesano que compromete su fidelidad y sus genuflexiones hasta el último cheque del poderoso. Uno y otros son los responsables de la realidad de la Italia del Duce.

Curzio Malaparte nos dice que esos aduladores profesionales, zalameros de pasillo, nadan siempre entre dos aguas, la de la lealtad y la de la traición. Para ellos, por ejemplo, no es importante contar con una fe sólida si se es lo suficientemente reaccionario. Tampoco si el liberalismo que enarbolan roza por momentos con los totalitarismos de izquierda o de derecha. Tan amplio es su espectro que todo cabe en esa viña.

La hipocresía de esos políticos e intelectuales es su bandera, nos dice Malaparte: siempre se sorprenden e indignan de las virtudes y los defectos propios si los ven en los demás. Estos intelectuales, estos cagots, son expertos en los cambios de viento político, a veces dicen cosas arriesgadas, pero de tal manera que agraden al que manda. Ahora estos Tartufos, escribió Malaparte en una nota de 1953, tienen a los escritores libres por los peores y más peligrosos enemigos no de la tiranía, sino de la libertad. No dudo que si Curzio Malaparte viviera sostendría palabras similares para la Italia de hoy o de un país como el nuestro. Políticos y cortesanos siguen siendo menos confiables que un camaleón y su piel cambiante.

Pero insisto: el mérito de Don Camaleón no se reduce al valor que tuvo Malaparte al sostener sus dichos en la plaza pública, sino a la consistencia de su prosa. Su crítica corrosiva, su sátira incansable sólo son ingredientes de una prosa que fluye de manera asombrosa para contarnos una historia absurda en la que un camaleón se convierte en el alter ego del dictador italiano. Prosa que da lógica al absurdo y se convierte por momentos, por muchos momentos, en un espejo de tinta por el que podemos mirar nuestro presente.