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Lenin, Stalin y Putin van a la ópera
¿C

ruel e insensible? Györgi Lukács, en su famoso ensayo escrito para la muerte de Lenin (1870-1924), anota más bien que era una persona con un buen sentido de humor, llena de vida y, a pesar de las durezas de la guerra civil, libre de odio.

Recuerda la anécdota de Gorki sobre él hablando de su amor por la música y la Appassionata de Beethoven, que puede escuchar todos los días, pero le hace mal a los nervios. Las emociones que le provoca lo vuelven débil, y un revolucionario no puede permitirse esto (Lenin-theoretician of practice, 1924).

Slavoj Zizek: Es precisamente esta incapacidad para escuchar música y hacer política a la vez que da un testimonio de la indudable humanidad de Lenin.

Lo monstruoso está en la actitud de algunos nazis (como Heydrich), que después de un día duro de trabajo –en la fábrica Holocausto– se sientan como si nada con sus camaradas a interpretar los cuartetos de cuerda de Beethoven (Revolution at the gates, 2002).

Así lo dictaría la teoría leninista del barbarismo de alta-cultura.

Siguiendo su hilo, Zizek se imagina a los soldados alemanes en las ruinas de Stalingrado (1942-43) escuchando Winterreise, el ciclo de canciones de Schubert cuyo narrador vagabundea durante el invierno.

Suena la música. Los escuchas, con pies y manos ardiendo de frío, prefieren sumergirse en las emociones que pensar en su situación social concreta: razones de su estar en el infierno de Rusia, el Holocausto en marcha; sólo así logran hacer su destino más soportable.

Al mismo tiempo, a unos 600 kilómetros más al noroeste en Kúibyshev, la capital temporal de la URSS, Dmitri Shostakovich (1906-75) aún contempla el éxito de su Sinfonía número 7, dedicada inicialmente a Lenin y luego a Leningrado, víctima de un brutal asedio nazi.

De regreso en Moscú (la suerte ya abandona a los alemanes) se pone a escribir la Sinfonía número 8, de tono y lenguaje musical diferentes. Nada triunfal; sólo por los requerimientos de la propaganda acaba dedicada a Stalingrado.

Curioso: Stalin se deshace de todos con mano ligera (a Gorki, por ejemplo, lo manda envenenar); los gulag, aparte de gente común y corriente, están llenos de poetas y gente de teatro, pero a los músicos los prefiere tener cerca.

Shostakovich al final se salva gracias a una mezcla de mimetismo y pura suerte. Su obra, y vida, la divide grosso modo entre las sinfonías públicas y los cuartetos de cuerda privados; allí canaliza todas sus emociones, tratando de hacer su destino más soportable. La manera en que cuida las formas y apariencias lo vuelve un perfecto compositor soviético.

Aun así, está constantemente en la mira. En 1936, durante una de las funciones de su ópera Lady Makbeth de Mtsensk, Stalin se levanta y se va. El compositor acaba denunciado por formalismo; la acusación vuelve en 1948.

Curioso: en Rusia la batalla ideológica por el realismo socialista en las artes empieza y se centra en algo tan hermético (y etéreo) como la música clásica.

Para congraciarse con el régimen, acepta escribir la Canción de los bosques, cantata dedicada a los planes de reforestación de la URSS después de la guerra, que elogia a Stalin como El gran jardinero.

Más de seis décadas después la pieza sigue generando controversia.

Cuando en 2011 Paavo Järvi, director de orquesta cuya familia huye de la Estonia comunista, se propone interpretarla con la letra original –lo que últimamente se evita– le llueven las (erradas) acusaciones de glorificar a Stalin y a Rusia.

Lo mismo pasa en 2015 con el conflicto en Ucrania encima y el recién grabado disco (Shostakovich: cantatas, Erato, 2015), que incluye otra pieza estalinista, El sol brilla en nuestra patria, y una –supuestamente– antisoviética: La ejecución de Stepan Razin, líder cosaco del siglo XVII que se rebela contra la burocracia zarista.

Järvi: Estas cantatas muestran las dos caras de Shostakovich y siguen siendo relevantes en el contexto del régimen de Putin y las frescas ambiciones militares de Rusia; incluso del auge de un nuevo totalitarismo (¡sic!) (The Guardian, 15/5/15).

¿Mera paranoia báltica? Para nada (aunque lo del totalitarismo, uff...): Rusia putiniana está en plena rehabilitación de Stalin, gran figura nacional a la par con los zares. No es casualidad, hay varias afinidades. La contrarrevolución estalinista tras el periodo de experimentos posrevolucionarios es la vuelta a las raíces, grandeza imperial, herencia gran-rusa, valores tradicionales (familia-sí, homosexualismo-no), la Iglesia y los cánones clásicos (Pushkin/Chaikovski).

Putin –tras el periodo postsoviético de experimentos neoliberales y la occidentalización fallida– representa el mismo (tal cual) giro conservador. Símbolo de esto en la música es el retorno (2000) al viejo, pomposo himno soviético compuesto por Aleksandrov y seleccionado por Stalin (1944), sólo que con letra nueva.

A Lenin le gustan los chistes y la (auto)ironía, incluso en las sesiones del partido; con Stalin el único humor permitido es la carcajada de los vencedores (Shostakovich se ve forzado a dejar su sarcasmo musical para acoplarse); con Putin reina el mismo sombrío tono del poder.

En la encuesta nacional de 2008 por el más grande ruso, Stalin sale tercero, Lenin apenas sexto; gana Alejandro Nevski (1220-63), seguido de Piotr Stolypin (1862-1911), premier y ministro del interior zarista.

Celebrado como gran estadista y modernizador (en 2011 Putin inaugura el monumento a él frente a la sede de su gobierno, asegurando continuar a su legado), Stolypin se hace famoso por las represiones tras la revolución de 1905.

Su herramienta de modernización predilecta es la horca (la soga de allí es la corbata stolypiniana): en los años 1906-09 manda colgar a unos 5 mil socialistas y otros sospechosos.

Sabe que los radicales van detrás de él (ya sobrevivió a unos 10 atentados). A pesar de esto, una tarde septembrina insiste en ir a la ópera de Kiev, donde encuentra la muerte. Tocan a Rimski-Korsakov: El cuento del zar Saltán. Asiste el mismo Nicolás II.

En fin. La música en Rusia es cosa seria.

*Periodista polaco

Twitter: @periodistapl