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No sólo de pan...

De intolerancia radical y general

E

l Consejo Nacional de Evaluación de Política de Desarrollo Social (Coneval) informó al público (La Jornada, 24-7-15) los avances (sic) en cuestiones de pobreza con sus distintos apellidos, la pobreza extrema, la pobreza moderada, la pobreza a secas, las personas en situación de vulnerabilidad, los que a causa del monto de sus ingresos pueden caer en la pobreza… Y del otro lado, los que no tenemos ninguna carencia, o sea, dos de cada 10 mexicanos y entre estos –decimos nosotros– los que pueden perder el empleo e ingresar a las temidas filas de los 2 millones de pobres que aumentaron en lo que va del sexenio (cfr. ídem).

La misma fuente afirma que el mayor índice de pobreza se da en las zonas urbanas con un incremento de 1.8 millones de personas en dos años, mientras en las zonas rurales sólo fueron 200 mil los que cayeron más bajo en el índice. ¿Cómo comprender esta última cifra aparentemente optimista, cuando el propio titular de la institución afirma que es difícil hacer llegar los programas sociales a los indígenas, cuya condición no mejora, porque, si bien bajó la pobreza moderada entre ellos, aumentó la pobreza extrema y, en particular, la carencia alimentaria que afectó a otras 700 mil personas en el periodo reportado? Si ya aburrí al lector con las cifras, siga leyendo.

Hace unos años, Maurice Godelier, antropólogo francés de renombre mundial, visitó México y, siendo yo su alumna doctorante, lo guié a través de nuestra capital y del estado de Oaxaca. Cuando lo acompañé de regreso al aeropuerto, con el típico orgullo de los mexicanos convertidos en improvisados guías de turistas, le pregunté qué impresión se llevaba de su visita, no tardó en contestar con esta frase: ¿Sabes qué es lo que más me impresionó de tu país? Creí que iba a mencionar alguno de los espléndidos sitios arqueológicos, pero no tardó en soltarme: La tolerancia de tu clase social para la pobreza.

Me encogí de vergüenza por los míos, que no somos del uno por ciento, sino del 19 por ciento restante, y prometí nunca jamás tener esa tolerancia, promesa que puede llegar a enfermar el cuerpo y el alma. O llevar a una acción sostenida de intolerancia hasta hacerla general.

Porque, cuando nos aburren las cifras sobre la pobreza, se debe a que nos molesta el tema y nos negamos a analizar, por ejemplo: ¿en las cifras del Coneval se toman en cuenta los menores de cinco años? ¿Cuando anuncian que disminuyó el índice de la extrema pobreza y aumentó el de la moderada, es un desplazamiento de las mismas personas hacia un nivel menos grave? Pero, quienes nacieron en esos dos años del periodo contemplado ¿en qué categoría cayeron?

La tolerancia cero a la miseria debería llevarnos a reflexionar sobre lo que el sistema hace (y lo que uno mismo hace) para resolver la situación de los limpiavidrios que te imponen un chorro de jabón, para justificar las 12 horas bajo el sol o la lluvia y en medio de gases tóxicos que viven cada día en los cruceros; la de las madres y padres y sus hijos e hijas, apropiados de los camellones, que a cada alto corren a ofrecerte un cigarrillo, una bebida o un tentempié chatarra que no deseas; sobre las indígenas, abuela, madre e hija adolescente, que se sientan en una banqueta mientras hacen objetos que ya sólo los turistas compran… y regatean; sobre los trabajadores que van ofreciendo sus saberes de construcción o jardinería de puerta en puerta, entre residencias y comercios, y que nadie los contrate por miedo a que nos roben. Reflexionar sobre este pueblo que hacemos invisible porque no es estética (ni ética) la manifestación de la pobreza.

Pero más vale mirarlo, porque este pueblo un día se hará visible por la acción, y sin piedad hacia quienes lo humillaron volteando la mirada para no verlo. O, si lo vieron, toleraron sus carencias y les faltaron al respeto, porque no aprendieron la lección que el subcomandante Marcos enseñó al mundo: que en México hay indígenas, no indios. Porque si el primero es un nombre que designa a los nativos de un lugar que los europeos creyeron era India, el segundo es un concepto que les sirvió para estigmatizar a los pobladores de América (cuando ya sabían que no estaban en India) y lo usaron a modo de latigazo para someter, despersonalizar y humillar a todo un pueblo. ¡Cero tolerancia al uso de este término contra cualquier persona, por parte de las clases medias que se sienten emancipadas de su propia indianidad ancestral, así sean periodistas o antropólogos de buena fe!

Intolerancia radical y general para la miseria que nos rodea, para cada pobre en particular, para nuestra ceguera, sordera y abulia, a fin de luchar por dar satisfacción al hambre de dignidad, justicia, igualdad y respeto de todos hacia todos. Cero tolerancia al hambre cada vez más urgente de alimentos, pues, cuando el Coneval confiesa que es en este satisfactor donde más se deterioró la condición de la población indígena y sabemos que es ésta la que engrosa las filas urbanas de la extrema pobreza, ¿seguiremos tolerándolo? Esperemos que ellos no. Así nos pasen por encima.

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