Opinión
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Mar de Historias

Privacidad

A

unque a base de muchos sacrificios, Rosario y Martín están dispuestos a colmar el sueño de mudarse a una casa. A estas alturas requieren de mayor espacio. Sus hijos, Milton y Jasper, ya son grandecitos y no está bien que oigan... En cuanto a Niky, el perro, necesita algo más que dos metros de balcón. Cuando pueda entretenerse en un jardincito dejará de saltar al vacío. Entonces les ahorrará la angustia de salir a buscarlo y la molestia de fijar en las paredes avisos que se arriscan al sol o desprende la lluvia: Se recompensará a quien informe de...

En el proyecto de la casa también han tomado en cuenta las visitas que en sus aniversarios los acompañan a festejar. Entre una cosa y otra, la sobremesa se alarga y ya muy tarde, para no enfrentarse a los peligros de la calle, los invitados aceptan quedarse a dormir. A falta de espacio, Rosario los instala en el cuarto de los niños que, de muy mala gana, aceptan replegarse a una cama. Jasper: hazte para allá. Milton: no me descobijes.

De un tiempo a esta parte, en sus conversaciones Martín y Rosario se alternan para enumerar las ventajas que les traerá vivir en una casa. Otra recámara. Estudio. Un baño más. Cocina amplia. Lugar para las bicicletas. Muros sólidos que protejan su privacidad.

Hace años que no la disfrutan. Las paredes de su departamento son delgadísimas. Eso les ha permitido conocer las intimidades de quienes ocupan el 205 y el 207. Su involuntaria indiscreción dejó de resultarles divertida al darse cuenta de que, bajo idénticas circunstancias, sus vecinos tenían las mismas posibilidades de escuchar desde sus conversaciones familiares hasta sus asordinados desahogos nocturnos.

II

El sueño de tener una casa domina todos sus horarios.

Por las mañanas, cuando Martín la lleva en su coche al laboratorio donde trabaja, Rosario observa por la ventanilla con la esperanza de encontrar algo semejante a la casa que anhela. Por eso a Martín no le extrañó que el viernes, en plena hora pico, su mujer le dijera: Mi amor, mira aquella casita. Se renta. Sin esperarse al comentario de Martín, anotó el teléfono y el horario en que el encargado podría hacerles el recorrido del inmueble.

En cuanto llegó a la oficina, Rosario marcó el número de quien se presentó por su apellido: Bravo, a la orden. Rosario le aclaró el motivo de su llamada y le hizo una pregunta torpe: Por fuera se ve muy bonita. ¿Cómo es la casa por dentro? Bravo le respondió: ¿Qué puedo decirle? Mejor venga a verla. Negociaron. Rosario tardó en convencerlo de que los recibiera, a ella y a su esposo, el domingo.

Por la noche, cuando informó a Martín de la cita con el señor Bravo, él se enfureció: ¿El domingo? ¡Pero si hay futbol. Rosario lo dejó hablar, le dio por su lado, juró (mintió) que ella también quería ver el partido. Sin embargo, le parecía mucho más importante ir a la casa y apartarla antes de que alguien se les adelantara y les impidiera alquilar la casa perfecta para la familia. Dijo que al disponer de un espacio más amplio y privacidad se terminarían los pleitos de los niños, las escapatorias suicidas de Niky, sus discusiones matrimoniales amortiguadas con la secadora encendida y, agregó con expresión felina, el amor sin palabras.

Esos argumentos convencieron a Martín de que era prioritario visitar la casa en renta. Total, dejaría la tele programada y vería el juego diferido, aunque fuese a resultarle menos emocionante que ver, en vivo y en directo, otra derrota de la selección. Mi amor: no pongas esa cara. Estoy bromeando.

III

Desde el sábado dejaron a los niños con sus abuelos. El domingo prescindieron del baño compartido, programaron la televisión y salieron con tiempo suficiente para reunirse con su guía. Lástima que las cosas no hayan resultado como imaginaron. El señor Bravo se retrasó media hora. Sin disculparse, les hizo el recorrido de la planta baja a toda velocidad porque en el vocho estacionado afuera lo esperaban su esposa, su suegra y el hijo de nueve años que, para entretener su aburrimiento, le ponía ritmo a la mañana con el claxon.

Nerviosa, excitada, Rosario le pidió al señor Bravo que los condujera al primer piso. El hombre accedió con gesto magnánimo, pero en cuanto llegaron a la recámara principal abrió la ventana y se asomó a la calle para gritar a su familia que ya no tardaba en salir. Rosario intercambió una mirada con Martín y luego, sonriente, se dirigió al guía: Disculpe si nos tardamos un poquito. Usted comprende: antes de mudarnos aquí tenemos que ver muy bien la casa.

El señor Bravo resopló y los condujo por el resto de las habitaciones señalando sus cualidades, como si los visitantes no pudieran advertir por sí mismos la buena luz, el espacio amplio, las ventanas a la calle, las puertas corredizas de los clósets.

La casa cumplía todos los requisitos para ser habitable. Sólo faltaba un detalle: la renta. El señor Bravo se detuvo y los miró: Cinco mil. Martín hizo un gesto incrédulo y asombrado. Rosario miró al cielo como quien agradece a Dios; estaba a punto de abrazar a su informante cuando lo oyó agregar: Dólares. Cinco mil dólares. Pero si estamos en México. Aquí circulan los pesos. El razonamiento de Martín provocó la sinceridad del señor Bravo: Es lo que pienso, pero digo lo que me indica mi patrón. Sin darles oportunidad de nuevos comentarios, el guía bajó las escaleras fascinado por el concierto de claxon que, según él, anunciaba el talento musical de su hijo.

IV

Apenada por la decepción de Martín, Rosario dominó su propio desencanto y se fingió optimista. Dijo que sobraban colonias dónde buscar y miles de casas en renta; con paciencia encontrarían una espaciosa que les garantizara privacidad. Por el momento, tendrían que conformarse con la que les brinda siempre su pequeño automóvil. Le pareció mentira que en un espacio tan limitado ella y Martín hubieran podido hablar de tantas cosas y hasta hacer el amor algunas noches.