Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 24 de mayo de 2015 Num: 1055

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

La boca
Aleyda Aguirre Rodríguez

Una gota de eternidad
Vilma Fuentes

Heinrich Böll y Hans
el payaso: conciencia
de una sociedad vacía

Alejandro Anaya Rosas

La sal de la tierra
José María Espinasa

Contra el Estado
totalitario, desde abajo

Renzo Dálessandro
entrevista con Javier Sicilia

Santa Teresa de Ávila:
la escritora y su amante

Esther Andradi

Diálogo con Carmelita
Hugo Gutiérrez Vega

Santa Teresa y la
religiosidad erótica

Mario Roberto Morales

El erotismo transgresor
de Daniel Lezama

Ingrid Suckaer

Lluvia en la noche
Yorgos Yeralis

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


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La Jornada Semanal

 
 

Alejandro Anaya Rosas

El Otro, nuestro doble, ese espejo eludido.

A treinta años de la muerte de Heinrich Böll, uno de los escritores de lengua alemana más celebrados, cabría hacer una atenta relectura de su obra, pues si bien es cierto que las historias que Böll nos narra son un cuadro de la Alemania de postguerra, de igual modo la facilidad con que sus personajes pueden representar una sociedad del siglo XXI es algo que obedece a un atributo que las literaturas más sólidas poseen: la vigencia del texto, lo atemporal.

En una de las obras más significativas de este autor, la novela Opiniones de un payaso, se patentiza el malestar que emana del entorno social de la segunda mitad del siglo pasado y que ciñe al escritor de Colonia. Para llevar esto a un terreno donde la sospecha del lector no sea un impedimento ante la verosimilitud del texto, Böll se vale de un arquetipo, no como comúnmente se puede pensar en ello, sino como la necesidad de un hombre sensible ante la verdad y la justicia; como el héroe campbelliano que se aparta de la comunidad, intenta una reconciliación con el padre, busca la unión mística con la diosa amada y regresa con los suyos para compartir los frutos ganados en esa batalla intrínseca. Pero no se puede pasar por alto que el héroe es un clown.

En la novela, Böll hace que la figura protagonista del payaso Hans se desenvuelva en un ambiente sombrío. Si se piensa que el clown, hasta cierto punto, alegoriza la máscara que pretende ocultar los defectos humanos, o por lo menos suavizarlos, entonces en Hans esto se lleva a cabo de forma casi perfecta porque, según él, su vida está pletórica de fracasos. La máscara es, pues, un artificio, una mentira y, como tal, los católicos, antagónicos de Hans y sumisos ante los preceptos del Decálogo, no creen verse reflejados en ella ni en los funambulismos que el joven artista –es factible nombrar así a este entrañable payaso– realiza para sobrevivir, menos en su modo de pensar: tienen la piedra en la mano y la lanzarán tan pronto crean ver a un pecador, y para ellos Hans es un rufián transgresor. El maquillaje simbólico del payaso no sólo representa una línea divisoria vastísima entre él y los católicos, quienes le ponen trabas a su felicidad, sino que es contundente al grado de impedir que las opiniones de Hans lleguen de forma directa a quienes deben atenderlas, incluyendo sus familiares.

La idea del payaso como un “otro” grotesco, irónico, alegre y desenfadado, la desmitifica Böll en un sutil juego de espejos. Quien se observa en el azogue que Hans simboliza no es refrangible a la mirada propia, sino a la del deplorable payaso, pesimista, fracasado y oscuro. Los personajes que lo enfrentan reciben de golpe el exabrupto; les agravia el maquillaje, pero no poseen la audacia suficiente para ver quién está detrás de esa careta y por ello deciden no volver a buscar el reflejo. Sin embargo, Hans no los observa –los llama por teléfono–, los imagina, los visualiza uno por uno en un ejercicio de digresiones –ejercicio escritural por parte de Böll–, que hacen del payaso el centro de un sistema y, de cada uno de los católicos o personajes a los que éste recurre para pedir ayuda, los satélites de ese mismo sistema. Hans alegoriza, de dicha forma la conciencia de una comunidad consagrada al vacío de la imagen, una conciencia que no se puede ver desmaquillada porque dolería de tanta verdad. En este sentido, enfrentar al personaje principal de Opiniones de un payaso implicaría buscar un razonamiento escondido en el dédalo de la memoria, como una idea que acecha desde el topus uranus –o sea, desde el cielo de las ideas–, porque sólo con su ayuda la sociedad podrá alcanzar cierta dosis de conocimiento sobre sí misma.

Pero, como ya se ha mencionado, si el payaso es el otro, el reflejo de uno mismo, entonces representa de igual manera una escisión en el carácter de la sociedad, una otredad susceptible de ser nombrada “el doble”. Hans se convierte así en sucesor de una investidura que se reivindica con fuerza en el período del romanticismo alemán: el doppelgänger. Pero así como sucede con los cuadros de Escher o con los espejos cóncavos, el autor de Billar a las nueve y media altera también la acostumbrada y lóbrega imagen del doble, porque el lado oscuro del “yo”, es decir el doppelgänger, bien podría no ser representado por la decadencia del payaso ni mucho menos por la desmoralización que aparenta cargar, sino por la moralina que profesan los católicos, por la tendencia a las banalidades, al hedonismo perverso. Se podría decir, entonces, que el malogrado artista es la verdad de la sociedad que retrata Böll, o sea su propio descalabro, la resaca de una desmesurada embriaguez de poder, la pierna coja que amilana cualquier intento de avance firme hacia la tolerancia, mientras que sus conocidos y familiares encarnan la crueldad y la ceguera con que el doble siniestro se acicala casi siempre en las literaturas: he ahí el juego de espejos.

El artista Hans no pretende ceder ante la presión de una comunidad cada vez más deteriorada, que le pide abocarse a unas reglas por demás absurdas, además de que éstas, evidentemente, lo dañan. No hace falta un tenaz ejercicio reflexivo para advertir que todos estos disparates de la sociedad persisten hasta hoy, y por eso evocar la obra de Heinrich Böll se vuelve necesario. Sin embargo, si en estas líneas se ha tratado de homologar al payaso Hans con el arquetipo del héroe, es forzoso, además, acentuar su inconformismo, pues gracias a éste decide salir de la posición que lo mantenía en sigilo y hacerse visible. Entonces, su voz ya no se escucha a través del auricular como un susurro de la conciencia, sino que se vuelve canción y resuena en los oídos de los transeúntes –sale a la calle renqueando, maquillado y con guitarra en mano–, y la sociedad que camina sobre los escombros de una guerra o, en nuestro caso, sobre fosas comunes donde aparecen a diario las cenizas y los huesos de nuestros muertos, tendrá que escucharla, se verá obligada a escuchar el canto triste del payaso. Y también a verlo porque, aunque lastime, su maquillaje es el reflejo chocante de la actual falsedad y el acobardamiento.

Cabe insistir en que no todo está perdido: si esa misma sociedad es capaz de mirar a Hans, es decir a la persona que está detrás del artista, podrá asir un trozo de humanidad y agradecer a Böll por decirnos la verdad a través de un hombre que se pinta el rostro.