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Colapso electoral
L

a crisis de legitimidad que enfrenta el régimen político actual no es un fenómeno nuevo. Sus orígenes se remontan a la singular solución que Felipe Calderón encontró para consumar la eclosión de un proceso que, hasta el año de 2006, apuntaba hacia la formación de un sistema que parecía contar con las bases mínimas para fungir como un orden efectivamente representativo. Esa solución fue impedir, mediante un singular estado de excepción, lo que la alianza entre el Partido Acción Nacional (PAN) y el Partido Revolucionario Institucional (PRI) no consiguió en las urnas: sostener una presidencia que daba la espalda al proceso democrático, es decir, a la mínima certidumbre de que el voto ciudadano contara como una fuerza efectiva para dirimir los equilibrios que habrían de regir la conducción del Estado.

La elección en 2012 de Enrique Peña Nieto no hizo más que confirmar esta tendencia en otros ámbitos del sistema electoral. Una tendencia que sólo podría ser definida como un parlamentarismo anegado por la sobrevivencia de la cultura corporativa y autoritaria que identificó a toda la historia del PRI en el siglo XX. Si 2006 marca el secuestro de la premisa elemental de una democracia que tan sólo aspiraba a mantenerse en los límites de la condición liberal, 2012 hizo sucumbir las instituciones que podían garantizar todo intento de rectificación. No hay que olvidar que una de las causales legales principales que existe en la legislación electoral para anular una elección es la de recibir recursos de procedencia ilícita o recursos públicos en la campaña. Y éste fue el nudo de la crisis que desató el raudal de fondos canalizados a través de Monex para apuntalar la compra de votos. Quienes perdieron ahí la credibilidad fueron las instituciones jurídicas que ya nunca lograron recuperar la autoridad para garantizar el fair play del proceso electoral.

Pero el centro actual de la implosión del régimen electoral se encuentra en ese proceso, iniciado en el Pacto por México, en el que el Poder Ejecutivo ha secuestrado la autonomía del Poder Legislativo, convirtiéndolo en una mera oficina de trámites. Toda la algarabía en torno a la cancelación del registro del Partido Verde –el cual debe, por supuesto, perder su registro– no es más que otra burbuja expiatoria de la sociedad parlamentaria del espectáculo. El PRI cuenta hoy con un aliado anunciado que le garantiza alianzas para una mayoría: el Partido de la Revolución Democrática (PRD). Fue su aliado en el Pacto por México, también a la hora de aprobar las reformas estructurales y en el terrible trance del crimen de Ayotzinapa. Pero sobre todo, en ese momento en que la vida parlamentaria podía haber retomado cierta vitalidad: las investigaciones por corrupción de miembros del Poder Ejecutivo, en particular el Presidente.

No existe hoy ningún poder parlamentario en el mundo con cierta solvencia que no obtenga su legitimidad de la permanente medición de fuerzas con el Poder Ejecutivo. Una medición que ha conducido incluso a renuncias como las de Helmuth Kohl en Alemania o Alberto Fujimori en Perú. La razón es sencilla: la fuerza del poder parlamentario reside en que la oposición ejerza efectivamente su fuerza opositora, con toda la intensidad y el dramatismo que este choque supone. El PRI en la presidencia ha reducido ese poder, como lo hizo durante todo el siglo XX, a un simulacro. Y los partidos con relevancia electoral –el PAN, el Verde y el PRD– lo han secundado en esta tarea. No hay vida parlamentaria que pueda sostener su credibilidad con este mutismo. Y no es casual que 90 por ciento de los mexicanos desconfíen de los partidos políticos.

El dilema no sólo afecta a la vida electoral. Cuando un régimen parlamentario cierra sus puertas a las demandas, las exigencias y los conflictos de la sociedad, el cauce de lo político busca sus propios y explosivos espacios para expresarse. Menciono sólo uno de estos espacios, que es particularmente notable.

Hoy se puede afirmar, sin temor a la exageración, que en esa extensa franja que va desde Chiapas hasta Michoacán, pasando por Oaxaca y Guerrero, existe ya un México insurrecto. No se trata de los antiguos grupos guerrilleros en los que un puñado de militantes buscaban diseminar una causa. Se trata de cientos de pueblos y comunidades que han cerrado sus puertas a las maquinarias electorales para preservar las condiciones mínimas de su sobrevivencia. Comunidades que se organizan al margen o fuera de un régimen del gobierno de los votos, que se asemeja más a una maquinaria de intervención y de control que de representación política. Ya sea porque su ecología ha sido destruida o porque el crimen organizado ha secuestrado los cargos de representación –como sucedió en Iguala–, pero el INE no puede garantizar hoy día la solvencia mínima y civil del aparato electoral. Si todas estas comunidades se han visto obligadas a reorganizarse en su propia horizontalidad, no es un efecto de propósitos afianzados en grandes transformaciones, sino el recurso elemental para preservar sus condiciones mínimas de existencia civil. La crisis del sistema electoral ha llegado a los tejidos más profundos que fincan los lazos elementales de la cultura civil.