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Ricardo Venegas
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La impiedad de la medicina
Oliver Sacks, el neurólogo que escribió el volumen
Awakenings en 1973, narró su experiencia como
médico al suministrar un tratamiento a supervivientes
de encefalitis letárgica. En 1969, Sacks les administró a
sus pacientes una droga llamada L-dopa, la cual en principio
los reanimó, para luego perder el efecto y hundirlos
nuevamente en su letargo. La historia fue llevada al
cine por Penny Marshall y el actor Robin Williams protagonizó
a Sacks. Despertares (1990) fue una cinta que
en muchos sentidos rememora el juramento de Hipócrates,
el cual, entre otros asuntos, precisa: “ Si observo
con fidelidad mi juramento, séame concedido gozar
felizmente mi vida y mi profesión, honrado siempre
entre los hombres; si lo quebranto y soy perjuro, caiga
sobre mí la suerte adversa.” A principios de este año, a
Sacks se le detectó un cáncer en fase terminal, lo que
llaman metástasis en el argot de la medicina. Lejos de
maldecir su suerte, el ahora legendario galeno de las
causas humanitarias escribió para un diario estadunidense
un mensaje que conmueve: “No puedo decir que
no tenga miedo. Pero mi sentimiento predominante es
el de la gratitud. He amado y he sido amado; he dado
mucho y me han dado bastantes cosas; he leído, viajado
y escrito.”
Hace algunos meses fui testigo de cómo algunos
galenos atienden a sus pacientes. María de los Ángeles
se operó en una clínica particular de Cuernavaca, en la
intervención le retiraron un tumor; al terminar la operación
todo parecía en orden, hasta que, luego de unos
días, comenzó a sentir molestias en los intestinos. La
familia le marcaba al médico para que le recetara algo
contra el dolor. Lejos de atender a su paciente, el galeno
a veces no se tomaba la molestia ni de contestar las
llamadas. Cobró por la operación y se desentendió. A
la derechohabiente del Issste se le canalizó al hospital
ubicado en el municipio de Zapata, que parece clínica
particular, pero tiene todas las carencias. Las veces
que pude acompañarla, pese al dolor y la demacración
que presentaba, las recepcionistas la hacían esperar
hasta por más de una hora. Y eso que estábamos en
lo que llaman “urgencias”. Mientras las recepcionistas
platicaban alegremente y se paseaban sonrientes con
su café en la mano, María de los Ángeles agonizaba. El
día en que partió la acompañé al hospital, nadie pudo
hacer nada por ella. El cáncer estaba muy avanzado y
ningún médico pudo diagnosticarla ni darle tratamiento,
pese a la infinidad de estudios que se le hicieron en
laboratorios particulares y en los del propio Issste. La
pésima atención en el sector salud proyecta una imagen,
más que de nosocomio o de alternativa de vida, de
verdadero mausoleo.
Oliver Sacks debería ser la inspiración de muchos
médicos. Uno de los mejores exámenes para graduarse
sería que atendieran a su propia madre: con ello se
revelaría mucho de la humanidad del aspirante. Por lo
pronto, esperemos que el juramento de Hipócrates
se cumpla.

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