Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 29 de marzo de 2015 Num: 1047

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Pasolini, el manierismo
y la gente pobre

Annunziata Rossi

Voz y poesía femeninas de
los Pueblos Originarios

Herlinda Flores

Efímero eterno:
mariposas de
Carmen Parra

Vilma Fuentes

Entre los seres humanos
Kostas Sterguiópoulos

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Jair Cortés
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
La Casa Sosegada
Javier Sicilia
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
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La Jornada Semanal

 

Javier Sicilia

La oscura luz de la palabra

En un conmovedor pasaje de La tregua, Primo Levi narra la historia de Hurbinek, un niño de tres años nacido en Auschwitz. “Nadie sabía nada de él, no sabía hablar y no tenía nombre.” El que le habían dado era el producto de los sonidos inarticulados que profería. “Estaba paralítico de medio cuerpo, tenía las piernas delgadas como hilos, pero los ojos, perdidos en la cara triangular y hundida, asaeteaban atrozmente a los vivos llenos de preguntas, de afirmaciones, del deseo de desencadenarse, de romper la tumba de su mutismo.

“La palabra que le faltaba y que nadie se había preocupado en enseñarle, la necesidad de la palabra, apremiaba desde su mirada con una urgencia explosiva: era una mirada salvaje y humana a la vez, una mirada madura que nos juzgaba y que ninguno de nosotros se atrevía a afrontar de tan cargada como estaba de fuerza y dolor.”

Sólo Heneck, el vecino de cama de Levi, un muchacho húngaro de quince años, se había compadecido de él. Heneck “se sentaba [la mitad del día] frente a la pequeña esfinge […] le llevaba de comer, le arreglaba la manta, lo limpiaba con hábiles manos que no sentían repugnancia y le hablaba naturalmente en húngaro con voz lenta y paciente”. Hurbinek no aprendió el húngaro –murió poco tiempo después, “en los primeros días de marzo de 1945”. Pero pudo articular nuevas glosolalias. Cuando eso sucedió, todos, dice Levi, “escuchábamos en silencio ansiosos por comprenderlo”. Nadie, a pesar de que allí había gente que hablaba muchas lenguas, pudo hacerlo. “La palabra de Hurbinek se quedó en el secreto.” Pero el testimonio de su lucha, de su fuerza por romper el mutismo al que la imbecilidad, la barbarie y la destrucción del sentido al que el nazismo había reducido el lenguaje, nos lo entrega el relato de Levi. Hurbineck vive por el recuerdo de la palabra de Levi, pero vive también por su palabra ininteligible que lo cuestionó.

Dos hipótesis pueden hacerse sobre ese niño humillado. La primera es que su palabra es la expresión de la destrucción a la que los nazis habían llevado la lengua en un universo técnico puesto al servicio de la producción de animalidad y muerte. La segunda es que ese lenguaje guardaba un sentido nuevo que se elevaba sobre la no significación a la que las lenguas en Auschwitz casi habían sido reducidas.

Yo tengo para mí que son las dos. La palabra de Hurbinek pertenece al universo de la glosolalia –de glossa, lenguaje oscuro, y lalein, hablar– o, para usar el término del Evangelio, del “hablar en lenguas”. Esa habla tiene, dice San Pablo, un contenido que edifica, que guarda significaciones fundamentales del ser y que sólo puede ser comprendido y pronunciado desde la inocencia de una dimensión espiritual. Pero también, en un mundo que ha destruido el sentido, lo único que queda: una palabra balbuciente, el último vestigio de lo humano y de lo divino que expresa la lucha desesperada del sentido por instalarse en un mundo del que un poder bestial lo exilió.

Cada vez que pienso en Hurbinek se me viene a la mente la glosolalia con la que Hölderlin se expresaba hacia al final de su vida: “Pallacks, pallacks” y que Paul Celan recuerda, junto con algunos versos de su himno sobre el Rhin, en “Tubinga, enero”, nueve años antes de su suicidie. Ese poema, en versión de José Luis Reina Palazón, expresa mejor que nada no sólo lo que habitaba en Hurbinek, sino la imposibilidad misma de refundar el sentido que “se quedó en el secreto”, en los bordes donde la palabra alcanza al silencio y nos dice que hay un indecible existente que ha sido exiliado del lenguaje, pero que –parafraseo a Wittgenstein– es el fondo sobre el que las glosolalias de Hurbinek y de Hölderlin, o las oscuridades de Celan, adquieren un significado inmenso.

A la ceguera
   convencidos ojos.
Su–“un enigma es brotar
puro–, su
recuerdo de
flotantes torres de Hölderlin,
   de gaviotas revoloteadas.

Vistas de carpintero ahogados
   con estas
palabras sumergiéndose:

Si viniera,
si viniera un hombre,
si viniera un hombre al mundo,
   hoy, con la barba de luz de
los patriarcas: debería,
si hablara de este tiempo,
debería
sólo balbucir y balbucir,
siempre–, siempre–
asíasí.

(“Pallaksch, pallaksch.”)

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a José Manuel Mireles, a sus autodefensas, a Nestora Salgado, a Mario Luna y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, y boicotear las elecciones.