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Televisión: el nuevo opio de los pueblos
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l 17 de diciembre de 1996 la Asamblea General de Naciones Unidas aprobó la resolución 51/205 por la cual declaró el 21 de noviembre como el Día Mundial de la Televisión. Según la ONU, la televisión se había consolidado como un medio valioso para educar e informar a grandes sectores de la población, reconociéndole también su creciente influencia en la adopción de decisiones al difundir a escala mundial los conflictos y amenazas para la paz y la seguridad. Es muy complicado intentar comprender las motivaciones profundas que llevaron a la ONU a consagrar un reconocimiento tan desproporcionado hacia las supuestas bondades de la televisión; lo declarado en su resolución muestra, por decir lo menos, una lectura simplista del fenómeno ante las consecuencias negativas que a la sociedad ya provocaba el uso mercantil y político del consumo televisivo en todo el planeta.

En 1994, por ejemplo, José Emilio Pacheco decía que contar con 500 canales de televisión condena a no ver realmente ninguno; afirmó que vivíamos ya inmersos en el tiempo de la desatención, donde pasamos por todo sin detenernos en nada, y que el exceso de información sustituía al saber deteriorándolo. Un año después Octavio Paz escribió, lapidario, que la televisión acabaría por anestesiar al género humano sumiéndolo en una beatitud idiota. Para Paz, la frase de Marx sobre la religión como el opio del pueblo se aplicaba ahora, con mayor razón, a la televisión, invento que había sido transformado en herramienta de dominación y lucro por la sociedad del espectáculo. Para el Nobel mexicano, la civilización tecnológica había demostrado a lo largo del siglo XX sus inmensos poderes de destrucción; la industria capitalista de las democracias liberales y de los estados totalitarios arrasaba con los ecosistemas del planeta, pero también con la cultura y el espíritu, y en esto último la televisión era la principal responsable.

De entre todas las voces críticas que han advertido sobre los efectos perversos del consumo televisivo destaca la del filósofo italiano Giovanni Sartori, quien en 1997 publicó Homo videns. La sociedad teledirigida. Sartori lanzó entonces su hipótesis de que el homo sapiens se encontraba en un momento de mutación hacia el homo videns, a consecuencia del predominio de la imagen en la era del video-ver. Las reacciones furibundas de los teleadictos y empresarios no se hicieron esperar, pero ninguna de ellas fue capaz de desmontar los argumentos de Sartori, quien señaló la capacidad de la televisión para destruir más saber y entendimiento de aquel que dice transmitir. Frente a los beneficios que su invención pudo haber traído a la sociedad, la realidad ha mostrado que la televisión, en su actual modelo, ha empobrecido el entendimiento al dañar las capacidades simbólicas propias del lenguaje escrito. Con sus imágenes, la televisión anula conceptos y atrofia las habilidades de abstracción propias del sapiens, quien deja de ser, nos dice Sartori, un animal simbólico para convertirse en telespectador, es decir, en un animal vidente.

Sin embargo, el problema más grave surgió cuando la televisión, además de haberse convertido en un vehículo de dominación mercantil, se erigió en instrumento esencial de la dominación política gracias a su fuerza extremadamente eficaz de manipulación y mentira. Un caso paradigmático lo encontramos en el grueso de los actuales televidentes mexicanos: podemos rastrear la causa de su pobre formación ciudadana en su alto consumo televisivo, que ronda en promedio las seis horas al día. Durante ese tiempo los televidentes, aislados frente a las pantallas, reducen al mínimo su interacción doméstica y quedan expuestos a todo tipo de estímulos visuales dirigidos a excitar sus sentidos, agitar sus emociones, despertar sus apetitos o construir afinidades artificiales. Con ello debilitan su capacidad de gestionar la vida en sociedad y sus posibilidades de afrontar racionalmente los problemas colectivos. De esta forma, además de ser la responsable de la educación sentimental del mexicano promedio, la televisión ha sido factor clave de desinformación e inducción de la opinión pública, ralentizando eficientemente el proceso por construir democracia y justicia verdaderas. El culmen de esa dominación videopolítica lo estamos padeciendo justo ahora con Peña Nieto.

Es cierto: la videopolítica es un fenómeno global, mas sus efectos perversos son especialmente graves en países como México, con corrupción galopante y una concentración de recursos televisivos en pocas manos, factores que hacen de la telecracia un metapoder. También es cierto que la televisión llegó a la humanidad para quedarse, y que en todo caso estamos ante el dilema de cómo reconfigurar sus usos y funciones para no acabar aplastados por este prodigioso invento. En las últimas décadas la televisión ha hecho posible, por ejemplo, el milagro de que miles de millones de seres humanos puedan compartir la misma telebasura, la misma desinformación, los mismos referentes, las mismas imágenes, etcétera. De ello está perfectamente consciente el actual tele-régimen priísta, que desde el año pasado comenzó la repartición gratuita de 13 millones 800 mil televisores digitales a los beneficiarios de los diversos programas sociales, acción que muestra la idea que Peña Nieto tiene del bien común.

Sartori calculó que en 1992 existían en el mundo mil millones de aparatos receptores de televisión, con una cobertura de casi 100 por ciento de las casas-habitación del mundo. En México es difícil calcular su cantidad: existen familias de todo tipo que cuentan en sus hogares hasta con cinco aparatos. Como afirma Tomás Mojarro, la televisión es el medio más poderoso de condicionamiento de masas. Necesitamos, por tanto, una urgente cruzada contra el nuevo opio del pueblo, un movimiento pacífico para rehabilitar a los teleadictos, un boicot serio y efectivo hacia el consumo televisivo. Sin ello la sociedad no estará en condiciones de repensar la televisión y utilizarla a su favor. Mientras no logremos eso nuestro futuro, como afirmó Octavio Paz, seguirá como una sombría interrogación.

Mi solidaridad plena con Carmen Aristegui y su equipo