Opinión
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EU: criminalidad policial
E

l Departamento de Justicia de Estados Unidos cerró ayer la investigación sobre la actuación de Darren Wilson, el agente policial de la localidad de Ferguson, Misuri, que el 9 de agosto del año pasado asesinó al adolescente negro Michael Brown, y declinó presentar cargos contra él. De acuerdo con un comunicado publicado ayer, los fiscales encargados del caso concluyeron que las acciones de Wilson no constituyen violaciones imputables según la legislación federal y que no hay evidencia en que los fiscales puedan confiar que desacredite la creencia de que Wilson temía por su seguridad al momento de acribillar al joven de 18 años.

Significativamente, tal conclusión de la investigación contrasta con los resultados de un reporte que la propia dependencia publicó la víspera, en el que señala una discriminación sistemática racial de la policía de Ferguson y del sistema penal estadunidense en contra de los afroamericanos.

La palmaria contradicción entre el reporte citado y el sentido de la resolución del Departamento de Justicia hace todavía más exasperante el desempeño de las autoridades e instancias judiciales del país vecino, las cuales, lejos de actuar con transparencia, equidad y sensibilidad, se han empeñado en encubrir al presunto asesino de Brown y han generado con ello un clima de impunidad que alienta la comisión de nuevos excesos policiales.

Debe recordarse que en la misma localidad de Misuri, pocos días después del asesinato de Brown, fue ultimado el afroestadunidense Anton Martin, de 18 años, por elementos policiales. A ello se suman los homicidios, en el curso del pasado mes, de Ernesto Javier Canepa Díaz, Antonio Zambrano Montes y Rubén García Villalpando, ocurridos en Santa Ana, California, Pasco, Washington, y Euless, Texas, respectivamente, todos a manos de efectivos policiales. Apenas el pasado martes, un indigente de origen francés fue muerto en un barrio pobre de Los Ángeles por tres agentes policiales.

Los casos de criminalidad policial referidos distan de ser incidentes aislados; antes al contrario, forman parte de una cadena de hechos cuyos antecedentes se remontan a décadas atrás. Baste recordar la convulsión social que tuvo lugar en Los Ángeles en 1992, en la que murieron 52 personas y más de mil resultaron heridas, en violentas protestas por la absolución de cuatro policías blancos que propinaron una golpiza al motociclista negro Rodney King.

El común denominador en estos casos es la desviación de una función policiaca, que supuestamente debe salvaguardar la integridad de las personas; que ha asumido, en cambio, actitudes manifiestamente racistas, clasistas y criminales y que, para colmo, ha sido protegida por las autoridades locales y federales: éstas, por su parte, confirman con su actuación los señalamientos críticos de que el gobierno del vecino país opera en función de una concepción paranoica de la sociedad y de propensión a poblar sus cárceles como medida de control social.

Ante tal circunstancia, queda de manifiesto el contraste entre las acciones y el discurso de un régimen que se presenta como líder mundial en la protección de los derechos humanos y la dignidad individual. Por desgracia, en la medida en que se siga preservando la impunidad de los agentes responsables de abusos y asesinatos a mansalva, no habrá margen para corregir una circunstancia que ahonda el deterioro político y moral del gobierno estadunidense frente a su población y frente al mundo.