Opinión
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Francia festeja a un rey
E

l pasado 15 de febrero (cincuentenario de su muerte) pude escuchar en las diferentes estaciones de la radio francesa la voz inolvidable de Nat King Cole.

A ella se adapta en forma perfecta la canción que comienza: Tu voz se adentró en mi ser y la tengo presa.

Una indecible nostalgia, para nada dolorosa, más bien balsámica, me devolvió, vívidas, las madrugadas luminosas de la borrosa infancia, cuando mi padre, después de cerrar el periódico hacia las tres de la madrugada, llegaba a casa acompañado de algunos amigos, redactores y fotógrafos con quien hacía la guardia jugando dominó. Un invento suyo para mantenerse despiertos cuando la ciudad duerme.

Entraban al departamento procurando no hacer ruido, los imaginaba caminando de puntillas, niños traviesos que creen ocultarse a la vigilancia adulta. Pero era precisamente lo quedo de sus voces, en murmullos, lo que me despertaba: el esfuerzo para entender lo que decían me despabilaba por completo. Oía el tintineo de los hielos en los vasos donde exprimían un limón y vertían ron y Coca-Cola para preparar sus cubas libres. Después, como tal vez también ellos, me dejaba mecer por la música que, muy baja al principio, iría subiendo de volumen a medida de las cubas libres bebidas.

Las voces de Al Jolson (1886-1950) y Nat King Cole (1919-1965) flotaban cada madrugada, envolviendo mi insomnio con su ritmo melodioso. Por gusto o por pereza, mi padre dejaba repetirse sus discos una y otra vez.

Para cantar en público, Al Jolson se embadurnaba de negro el rostro y las manos, cuando no las cubría con enormes guantes blancos. Intérprete de blues y jazz, músicas de origen negro, Jolson imitaba la gestualidad afroamericana en sus presentaciones.

Nat King Cole no necesitó pintarse la cara ni las manos.

El padre de Cole era un pastor de la Iglesia baptista y la madre dirigía el coro del templo. Fue ella quien le enseñó a tocar órgano y piano. Se presentaba en bares, teatros y otras escenas más bien como pianista. Obligado a cantar en una ocasión, comienza su carrera de crooner que hará de él uno de los intérpretes de blues y jazz más célebres.

En 1936, con su primera mujer, Nadine Robinson, montó la primera revista musical con una distribución exclusivamente negra en Broadway.

Comienzan las giras a lo largo y ancho de Estados Unidos. Bob Lewis, director de Auberge Swanee, lo lanza publicitariamente con una corona y el nombre de Nat King Cole. La corona desaparecerá, pero no el título de King.

A pesar de ser uno de los primeros artistas negros que halla tanto éxito en el público blanco de la época, se confronta al racismo de su país.

En 1948, deja Las Vegas cuando se entera de que se prohíbe la entrada de los hombres de su raza al casino donde canta.

En Alabama sufre agresiones racistas y no vuelve a presentarse en el sur de Estados Unidos.

Gran parte de su carrera gira alrededor de su lugar de artista negro en una sociedad donde existe la segregación racial y Nat King Cole se ve confrontado a la discriminación a lo largo de toda su vida.

En 1960, junto con Sammy Davis Jr., canta para la reina Elizabeth II. Ese mismo año, su voz se escucha en la convención demócrata donde Kennedy es elegido candidato a la presidencia, como también se le escuchará durante la investidura de JFK en 1961.

Nace una amistad entre ellos. El presidente solicita su consejo en lo que concierne al Movimiento de derechos cívicos en Estados Unidos.

Última paradoja de la vida de este crooner: muere de cáncer de la garganta el 15 de febrero de 1965, hace 50 años. Por ello, varios festivales de música le serán dedicados en Francia durante el año.

Las nuevas generaciones podrán descubrir este rey de la constelación aristocrática de músicos negros de blues y jazz, quienes se dan entre ellos, no sin humor, los altisonantes títulos de conde, duque, barón e incluso rey.

Títulos que asumen con la elegancia de la verdadera y auténtica nobleza. Por su raza cantará el espíritu.