Opinión
Ver día anteriorMiércoles 25 de febrero de 2015Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Antidemocracia activa
L

os obstáculos inoculados a los intentos democratizadores del país han sido por demás efectivos. Uno a uno ha cumplido los fines para los que fueron diseñados. Ya sea que se refiera a las cuotas partidarias en la selección de los magistrados al Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación o para mediatizar, anular o controlar a su gemelo, el ahora INE. En cuanto a otros instrumentos para ensanchar la ciudadanía, como el Ifai, padecen, cotidianamente, la cerrazón institucional para cumplimentar sus tareas de apertura informativa. Una revisión de tales instrumentos, todos vitales o consustanciales a una vida democrática pretendidamente en ascenso, revelan las numerosas trabas y peligros que encuentran en la ruta hacia su vigencia operativa. Trátese de una ley que aspira a regir, con espíritu libertario, la transparencia en la actuación de los servidores públicos; o sean las normas que regirán la rendición de cuentas de esos mismos actores para que puedan inspirar confianza en su desempeño.

Los organismos operativos y los funcionarios designados para dirigirlos, ahora responden no sólo a los deseos de sus diseñadores, sino que, tanto los directivos como los cuadros medios y hasta los bajos, terminan por subordinarse a los mandatos que se les dictan mediante sibilinas sugerencias o, más groseramente, mediante presiones enredadas en los pasillos de palacio. El caso es que, paso a paso, y a pesar del elevado monto económico que implican algunas de esas instituciones, el desprestigio y la desconfianza ha carcomido sus entrañas y se esparce, entre la población, a velocidades variables aunque consistentes. Dentro de los mismos organismos se trastocan los objetivos que alentaron e hicieron posible su creación. Variadas deformaciones afectan los perfiles del funcionariado seleccionado para llevar a cabo la gestión. Las tristemente famosas cuotas partidistas inyectan letales dosis de veneno neutralizantes de la imparcialidad y de los juicios que debían apegarse a los requerimientos que exige la sanidad pública. Los afanes libertarios y constructivos de la vida democrática, al pasar por el Congreso, van encontrando trabas que desfiguran hasta lo irreconocible los propósitos originales de las iniciativas. Ahí mismo, en el Congreso, se inserta el instrumental que después se usará para salvaguardar intereses precisos, pujar por visiones de fracción o proteger amarres partidistas. Lo cierto es que el resultado final se aparece, a la vista de la ciudadanía, por demás ajeno a los afanes de progreso democrático.

La intentona para conformar una, ya muy manoseada, ley de trasparencia y la contraparte que pretende regular la rendición cabal de cuentas, a esta altura del sexenio, ha sido desfigurada. Similar proceso toca también al organismo para combatir la corrupción. Las pujas para incidir en su funcionamiento, en su efectividad y en su abarcamiento son constantes. Nada bueno quedará de tanto tironeo para llevar agua al propio molino a expensas de la credibilidad y la confianza popular.

La llamada partidocracia ha sido una fuerza causal de buena parte de las desgracias arriba mencionadas. Los acuerdos cupulares que llevan a cabo de manera cotidiana no imprimen el ansiado sello de beneficio colectivo. En ella rige, por el contrario, la indeleble marca de los intereses particulares, ya sea de grupo o, más aún, estrictamente personales. Todos esos señores, bien encajados en la toma de decisiones abarcantes, son los responsables de los desaguisados que a muchos afectan. Los priístas de nivel, sean funcionarios o legisladores, no dudan en afirmar que su accionar se baña, siempre, con elevada responsabilidad. Tal actitud quiere transmitir una institucionalidad que, más bien, es reaccionarismo puro. El panismo de una generación pretendidamente distinta, hereda, quiéranlo o no, los trastupijes de dos completos sexenios, ejemplares por su ineficacia, liviandad, corrupción, violencia desatada y manirrota conducta. El panismo intenta, en su discurso al menos, situarse, de manera reiterada y cancina, del lado del bien común. Coloreados de santidad, se apropian, sin escrúpulos que valgan, de la historia democrática mexicana. Otra vista apuntala su desempeño, siempre del lado de sus plutócratas mentores y, en lo sustantivo, haciendo férrea pareja con el priísmo para imponer un modelo atentatorio de la igualdad y propicio al autoritarismo. El perredismo, impersona, por derecho nebuloso, a la izquierda mexicana. La matiza, sin embargo, como moderna y moderada sólo para distanciarse, con firmes pasos, del ánimo plural, igualitario y popular que distingue a tal categoría ideológica. El alegado pragmatismo le sirve para entrar, de forma oscura en negociaciones que redundan, sin gloria y mucha pena, en perjuicio de las causas que alegan defender.

El partido supuestamente ecologista ocupa un sitial poco envidiable en el corto relato de su existencia. Ha encontrado un nicho redituable a su sobrevivencia y lo cobra de manera notable, tanto en favores como en posiciones. Se ha convertido en un activo agente contaminador de la vida democrática. Con un cinismo digno de malandrines de barriada, transa la ley y se refugia bajo la interesada capa de un gobierno sin credibilidad y distanciado del pueblo. El priísmo, consciente de su fuerte caída en el ánimo de los votantes, patrocina al Verde para completar la acariciada mayoría en la Cámara de Diputados. Todo este manipuleo partidista ocurre a costa del menguante aprecio ciudadano por la democracia como forma efectiva de vida en común.