Sociedad y Justicia
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Mar de Historias

Entre el río y el cementerio

C

uando se refieren al momento de su primer encuentro, la fecha siempre es motivo de discusión. Valeria asegura que coincidieron hace 43 años en la única sucursal bancaria del pueblo delimitado por un río y un cementerio. Bruno la contradice, sostiene que fue mucho antes y se lo demuestra mencionando títulos de películas, canciones, personajes célebres de la época. Para convencerla de que no miente y aún conserva su buena memoria, le describe la forma en que ella iba vestida aquel martes: blusa azul, falda corta, botas hasta la rodilla y una bufanda inútil contra el frío de un octubre a siete grados de temperatura.

Por coquetería, y sobre todo por el gusto de prolongar la conversación, ella justifica lo inadecuado de su atuendo en el hecho de que no iba preparada para el frío porque acá octubre no es tan inclemente como allá, donde el cielo a esa altura del año es más azul. O por lo menos así se lo parecía cuando, de paso a la oficina de correos, se demoraba en el jardín solitario para mecerse en un columpio y ver, con la cabeza echada hacia atrás, las líneas blancas dibujadas por los aviones. Los surcos efímeros, mezcla de humo y espuma, la hacían añorar el fin de su estancia en el pueblo y el retorno a su mundo y sus rutinas.

Siempre que Valeria menciona aquella urgencia, Bruno la devuelve al punto de su encuentro, cuando él no sospechaba el ansia de ella por alejarse de un ambiente nuevo y apenas explorado: Cada que pienso en la mañana de nuestro encuentro lo que más recuerdo de ti es tu cabello largo hasta los hombros atado sobre la nuca. Valeria aporta un detalle que precisa la imagen: Ah, sí: con un broche de carey que me regaló... Bruno la interrumpe, no quiere saber sino confesar su aspiración de entonces: Sentí la tentación de arrancártelo para ver tu cabello suelto, libre.

Ella se siente halagada por esas palabras y corresponde con otras en igual tono: A mí me llamó la atención que fueras pelirrojo. En mi pueblo, a las personas que tienen el pelo de ese color se les atribuían poderes especiales, maléficos, adivinatorios. ¿Los tienes? Él contesta con un murmullo que equivale a una afirmación y ella continúa: ¡Fantástico! Entonces dime qué pasará con nosotros. La respuesta no se deja esperar: “Seremos amigos viejos, para siempre, aunque vivamos tú allá y yo acá”. Valeria necesita una contestación más precisa: ¿Volveremos a vernos? Él permanece en silencio. Con eso basta.

II

Como les tiene que bastar que su amistad florezca en un presente perpetuo. Lo por vivir no existe; lo vivido ayer ocurre siempre ahora, aquí y allá. Esos adverbios de lugar sustituyen los nombres de dos ciudades diferentes, remotas. Su distancia se acorta, o mejor dicho desaparece, cada vez que Valeria y Bruno se llaman por teléfono para fortalecer una relación de muchos años que es también siempre nueva y sólo terminará el día en que ambos falten.

Antes de que eso ocurra, según lo acordaron en su primera charla telefónica, el sobreviviente se encargará de mantener el recuerdo, también acotado por un río y un cementerio, de lo muy poco que sucedió entre ellos y su manera de comunicarse.

Valeria dice que al principio sus conversaciones fueron a señas, articulando excesiva e inútilmente palabras que sabían incomprensibles para ambos. Bruno le asegura que no era así, que él empleaba algo del español aprendido en un viaje relámpago a Sevilla. Valeria aún encuentra divertida la forma en que él ceceaba el nombre de la ciudad a orillas del Guadalquivir. Lo saca a cuento sin motivo, sólo para oír la risa tímida de Bruno y recordar la forma en que su amigo enrojecía cuando aceptaba su confusión entre la z y la s.

III

Sus encuentros nunca fueron producto de una cita. De casualidad coincidían en alguna de las calles estrechas del pueblo con una sola sucursal bancaria, una oficina de correos y un restaurante chino decorado con pagodas, faroles, garzas haciendo equilibrio sobre una pata y un Buda dorado que le recordó a Valeria ciertos cafés de la ciudad antigua a los que pensó invitar a Bruno cuando él cumpliera la promesa de visitarla en México.

¿Cuántas veces estuvieron en el café chino? Valeria afirma que en varias ocasiones. Recuerda en particular la tarde que se pasaron bebiendo vino rosado, hundiendo torpemente los palillos chinos en los tazones de arroz e intercambiando dibujos trazados en servilletas de papel. Lamenta no haber guardado ninguno, en cambio Bruno se enorgullece de conservar el retrato que ella le hizo y en el que aparece flaco, vestido de negro y los cabellos largos que lo hacen parecer un mago o un adivino. ¿Volveremos a vernos?

No hubo respuesta entonces, ni la tarde en que él la acompañó a la estación sin saber cómo iban a despedirse. Llegaron muy temprano, con tiempo suficiente para recorrer el campo alrededor y deleitarse mirando los árboles ya cobrizos a causa del otoño. ¿Conversaron? Valeria dice que sí, a su manera: con sonrisas, palabras contrahechas y algunas señas que aludían a su primer encuentro, su lenguaje particular, sus tardes en el restorán chino, sus paseos a lo largo del río y su única visita al cementerio: silencio y piedra gris salpicada de yerbitas silvestres movidas por el viento.

Bruno conserva el mismo recuerdo de aquella tarde en que por primera vez maldijo la puntualidad del tren. Tuvieron unos segundos para abrazarse ante la mirada pálida y la tez pálida de un empleado que de seguro tenía una historia pálida. Bruno sabe que evitó hacer promesas mientras Valeria subía la escalerilla. Se sintió a salvo de la tentación cuando la vio apresurarse para encontrar su asiento y su ventanilla. No pudo abrirla y él pegó en el cristal sus dos manos abiertas, con la eme bien dibujada en la palma, como si quisiera inmovilizar el tren que resopló, hizo un movimiento brusco, luego otro apenas perceptible y después uno más rápido hasta que la escena se dividió y el aquí y él allá adquirieron su verdadero significado.

Valeria dice que por haber corrido al último vagón alcanzó a ver a Bruno volviéndose hacia ella y caminar de prisa por el andén rumbo al pueblo con su abrigo negro y el cabello más rojo, como si lo incendiaran los últimos rayos de sol. Bruno le asegura que las cosas sucedieron en otra forma: no se alejó. Aturdido, tomó asiento en la única banca de la estación, encendió un cigarrillo y se quedó mirando el tren que, según se alejaba, iba dejando vacíos los restos de la tarde.

IV

De esto, de su despedida, hablaron por teléfono esta noche. A través de palabras deformadas, señas, gestos, Valeria procuró marcar los pormenores de aquella tarde como quien repasa las líneas de un dibujo para impedir que se borre. Él lo hizo con una emoción fresca, como si entre los últimos momentos juntos y su conversación de hace una hora, no hubiesen transcurrido más de 40 años. Cuando Bruno colgó el teléfono Valeria imaginó a su amigo vuelto hacia ella, alejándose otra vez por el andén rumbo al pueblo delimitado por un río y un cementerio.