Opinión
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2015
H

ace dos años, en 11 días de diciembre de 2012, se aprobó la modificación constitucional a la educación, y, hoy, al comienzo de 2015, son más claras las implicaciones de aquella apresurada y peculiar visión. Cuando Peña Nieto toma posesión, en 2012, ya era evidente que más de una década de enfoque errado respecto del narcotráfico había producido miles de muertos y desaparecidos, y ninguna solución. El argumento de que se matan entre ellos ya tenía tiempo que había dejado de ser cierto, y ellos, convertidos en policía y hasta en funcionarios públicos y políticos hacía tiempo, habían comenzado a matarnos a todos los demás.

Era ya evidente la necesidad de ir al fondo del problema de una sociedad en proceso de descomposición, y evidente también que la educación era uno de los pocos ámbitos que ofrecía la posibilidad de generar desde prácticamente cada comunidad, barrio y escuela, una socialización distinta, capaz de reconstruir a fondo el país. Esto, que desde otra visión parecería algo indispensable y estratégico para cualquier plan de refundación del país, y que incluso el Ejecutivo llegó a plantear retóricamente en lugares como Ciudad Juárez, Chihuahua, no se retomó como un plan global de gobierno y se dejó de lado la oportunidad de un relanzamiento educativo. Se optó por una reforma que buscara crear buenos empleados, neoliberal, tecnocrática e indiferente a lo social y enfocada a una transformación del país preponderantemente competitiva. México y sus habitantes también desde la educación fueron vistos como una maquinaria económica, no como la historia de una interacción sumamente compleja de clases sociales, culturas, imaginarios, expectativas, demandas e intereses legítimos (y siempre pospuestos) de grandes mayorías.

La reforma empresarial en la educación no sólo fue una oportunidad desperdiciada, también produjo de inmediato lo que hoy podemos considerar un primer aviso, una rebelión magisterial de proporciones y densidad inusitadas en 2013. Y en 2014 el crimen que cometen las fuerzas del Estado contra los estudiantes de Ayotzinapa genera una reacción aún más explosiva, y ya no sólo del gremio de maestros; una dramática muestra de hasta dónde esa visión indiferente que tienen los gobernantes hacia los mexicanos ya no sólo produce desempleo, falta de escuelas, pobreza, ganancias enormes para unos cuantos y corrupción generalizada, sino también da lugar al más gratuito e inhumano terror, ahora contra estudiantes y sus familias. Con esto la visión tecnocrática, centrada en la competitividad a cualquier costo, muestra el precio tan alto en sufrimiento que puede llegar a cobrar. Y la paradoja que el gobierno habrá de enfrentar en 2015 es no sólo la de una reforma que no va y una oportunidad desaprovechada, sino también la que se deriva de la incapacidad de sus conductores empresariales para diseñar una reforma que restablezca en nuevos términos y expresiones un acuerdo histórico con el magisterio, capaz de integrarlo, junto con sus casi 30 millones de estudiantes, como parte del esfuerzo nacional por recuperar el país. Esta fuerza social impresionante (e indispensable para cualquier proyecto nacional) amanece al 2015 con muy pocas razones para asumir a este Estado como interlocutor y como conductor legítimo; más bien para verlo como adversario. Esto, que para no pocos gobernantes y cúpulas empresariales en la educación no tiene importancia o sólo la tiene como problema disciplinario, dejará aún más solo al gobierno en este año que viene. Al negar al magisterio derechos que todos los demás mexicanos tienen, y al establecer con ellos una relación esencialmente hostil y punitiva en momentos en que además el gremio magisterial está cada vez más como blanco en la primera fila de la violencia del narco, el Estado ha abierto una brecha enorme con este sector y esto le significará un altísimo costo.

La manera como ante todo esto reacciona el Estado, además, no da mucho espacio a la esperanza. Las declaraciones del más alto nivel al final de 2014, como antes las referentes a la educación en 2012, retoman la misma lejana y errada percepción del país que ahora se ha vuelto dolorosamente obvia en el caso Ayotzinapa. Una visión que concibe las protestas y manifestaciones como mera estática, un ruido molesto tal vez, pero que no significa alterar la ruta ya definida, y estos acontecimiento no se miran como lo que son: avisos perentorios. Y, peor aún, cuando finalmente se cae en la cuenta de que hay algo así como una crisis social y una protesta que no ceja, se adopta como solución la parte más mecánica y autoritaria de esa visión ajena y hasta aristócrata que se concentra en poner orden, es decir, aprontar más policías, generar más leyes. No se piensa el estado de derecho como la construcción de personas y comunidades sólidas, fruto de procesos educativos robustos desde abajo. El convertir la educación en mucho más que la tarea de aprender a leer y hacer cuentas –como insisten evaluadores y gobernantes– ya no es hoy una simple opción entre otras, es la única capaz de contribuir a la esperanza.

* Rector de la UACM