Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Suplemento Cultural de La Jornada
Domingo 21 de diciembre de 2014 Num: 1033

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Ciencia bajo el puente
Manuel Martínez Morales

La Babel de las siglas
Vilma Fuentes

Felipe la boa
Guillermo Samperio

De nuevo Operación Masacre
Luis Guillermo Ibarra

Artículo 84
Javier Bustillos Zamorano

México hoy:
necropolítica e identidad

Ricardo Guzmán Wolffer

En el taller
de Cuauhnáhuac

Ricardo Venegas entrevista con Hernán Lara Zavala

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Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
De Paso
Ricardo Yáñez
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
A Lápiz
Enrique López Aguilar
Cinexcusas
Luis Tovar


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Enrique López Aguilar
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¿Soy o me parezco? (reflexiones acerca del retrato)

El retrato moderno nace como la necesidad burguesa de expresarse figurativamente a través de la pintura; esto ocurre alrededor del Trecento y Quattrocento, consecuencia de la afirmación de un nuevo grupo social en Europa, con una ideología y un estilo de vida innovadores que provocaron el paso de la Edad Media al Renacimiento.

No pueden dejar de asociarse al retrato las ideas individualistas de la vida ni las imágenes recurrentes sobre el mérito y el talento personales para transformar lo que antes parecía inamovible (debe recordarse que, durante la Edad Media, el ecumenismo religioso reducía al individuo a una parte del plan divino, donde la salvación ocurría colectiva, no individualmente); Maquiavelo diría después, para la política, lo que la burguesía había comenzado a ejercer, desde antes, para los escalamientos social y económico.

Un grupo que se instalaba tan pragmáticamente en el mundo, que deseaba transformarlo, sólo podía aspirar a lo que ahora llamaríamos una visión “realista” de la vida, cuya expresión visual se denomina “figurativismo”: el yo inflado de un burgués triunfante deseaba ser trasladado a la pintura por dos razones: para perpetuarse frente a los otros de manera inconfundible (individualismo) y para mostrar su éxito social. Desde 1300 hasta el siglo XIX, el retrato pictórico fue evolucionando en verosimilitud, en acercar cada vez más la imagen objetiva del mundo a la imagen estética del lienzo, lo cual implicó acentuar los experimentos con la luz, el color, los volúmenes, el dramatismo psicológico o la franca sugerencia de una personalidad.

El siglo XIX ve surgir el daguerrotipo, la fotografía y el cine, evidente competencia para la pintura y la literatura, artes cada vez más instaladas en el fenómeno realista. Y, sin embargo, no debería verse como accidental el hecho de que surgieran, precisamente en ese siglo, invenciones mecánicas para reproducir la realidad. Por un lado, la tecnología y la filosofía habían potenciado la fe en la ciencia: imposible dejar de entender el nacimiento de la fotografía como una especie de acto artístico positivista; más allá de la pintura realista, la fotografía pudo capturar la expresión exacta (por lo menos, eso se pensaba en ese momento) de los personajes fotografiados. Ahora contamos con reproducciones de daguerrotipos que nos permiten saber cómo “eran” Baudelaire, Poe, Chopin, Marx, Darwin...; tal vez todavía no se pensaba que la manera como el fotógrafo elige un segmento del rostro, cierta luz, esa expresión, para producir algo tan creativo como la mirada del pintor, implicaba una interpretación y una selección de la realidad, por más fidedigna o copiada que pareciera a través de un instrumento mecánico.

Quizás no es desmesurado suponer que la fotografía sea una invención acabadamente burguesa, necesaria para, en un primer momento, perfeccionar las urgencias de mirarse en un espejo riguroso, de ser mirados con exactitud sin las aparentes desviaciones de la interpretación pictórica. Salvo los mejores retratos del siglo pasado, en los que podemos adivinar una tentativa psicologista, es cierto que muchos de los que se hicieron sólo eran una mala copia costumbrista de una persona posando: eso no es un problema de la fotografía sino del fotógrafo o, tal vez, de las premuras vanidosas del modelo. De todos modos, esa idea del retrato prosigue en aquellas personas que conciben a la cámara como un instrumento chabacano, no como un ojo selectivo, que puede “inmortalizar” la primera sonrisa del bebé, la fiesta de quince años, tal inolvidable día en la playa...

La historia de la humanidad, sobre todo la historia de los avances tecnológicos y el progreso, ha marchado exponencialmente desde la Revolución Industrial; el hombre ha parecido ir más rápido desde 1750 hasta 2014 que desde la prehistoria hasta 1749. No es desmesurado, por tanto, decir lo mismo de la fotografía. A lo mejor, la idea que actualmente tenemos del retrato sigue siendo fundamentalmente figurativa y realista, pero la amplitud y diversidad con que actualmente se maneja la cámara para acercarse a un personaje ha avanzado de manera fulgurante en ciento cincuenta años, tanto técnica como conceptualmente, de la misma manera en que la pintura tardó seis siglos para cambiar sus nociones figurativistas, desde Giotto hasta el hiperrealismo pop de Andy Warhol.

Sí: el retrato fotográfico es mucho más que tomar, con una instamatic, la inmortal sonrisa de la novia; o, con los teléfonos celulares, los llamados selfies.