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Los 43 presentes en Notre-Dame
C

omo si el cielo reclamase también por el crimen cometido en Ayotzinapa, cayeron torrentes de agua el atardecer del 12 de diciembre. De costumbre, año tras año, desde 1975, asisto a la misa en honor de la Virgen de Guadalupe. Se trata de una tradición iniciada por un grupo de mexicanos exiliados en Francia, quienes cooperaron para ofrecerle un altar en Notre-Dame.

De costumbre, los 12 de diciembre son helados, pero su frío es seco. Así, después de la misa, la celebración pagana tenía lugar en el atrio de la catedral de París. Los mariachis, después de los cánticos religiosos entonados frente al altar de la Virgen, interpretaban boleros y rancheras al gusto del público, el cual cantaba a gritos las palabras de las canciones, al mismo tiempo que, en un simulacro de baile, daba saltos entusiastas, sin gran ritmo pero con mucho calor. Algunas personas aprovechaban para ganar algo de dinero vendiendo tamales a los asistentes, quienes, en su añoranza de México, pagaban de cinco a 10 euros el suculento antojito.

Durante los primeros años de mi estancia en París, las misas del 12 de diciembre tenían lugar frente a la capilla lateral de la Virgen. Éramos 50, 100, 150 personas cuando mucho. Nos conocíamos, mal que bien, unos a otros. Así, después de canturrear y bailar al ritmo de los mariachis, nos dábamos cita en el restaurante de Yuriria Iturriaga, el único, después de todo, donde podían degustarse platos auténticamente mexicanos y no productos tex-mex y otras composiciones bastardas de nuestra cocina.

Después, pasado el milenio, las cosas cambiaron: en lugar de las misas frente a la capilla lateral, con unos cuantos asistentes conocidos, se ocupó todo el centro de la nave. La fiesta dejó de ser íntima y se volvió anónima. La celebración tomó los rasgos de las aglutinaciones donde los militantes se confunden con los mirones. Revoltura de creyentes, patriotas nostálgicos, turistas en busca de mexicanidad en un mundo extranjero.

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Durante la misa del viernes 12, en la Catedral de Notre-Dame, aquí y allá fueron surgiendo las pancartas con el número 43 inscrito en ellas (de los normalistas de Ayotzinapa), unas pidiendo justicia, otras reclamando la verdad de las complicidades, el contubernio. Todo en silencio. Un silencio más sonoro que el de los gritos, el silencio de los muertosFoto Nicolás Jiménez

Prosiguió, sin embargo, la fiesta posterior a la misa en las afueras de la catedral de París. Podía helar, el entusiasmo y el patriotismo se imponían al frío seco del invierno.

El acto, este 2014, era como el de una crónica anunciada. El rito era un rito y nada podía ni podría cambiarlo. Íbamos a oír la misa y a remedar una fiesta mexicana en París, ahí, en las afueras de Notre-Dame. Todos gritando: ¡Viva México!, con ese patriotismo, o con las lágrimas del cocodrilesco patrioterismo, que parece aumentar con la distancia en las fechas apropiadas.

Hay, no obstante, un fenómeno inexplicable, y por ello más enigmático: la transmisión, más allá del Atlántico, del sentimiento de luto. Una opresión aplastaba, con su gravidez, el entusiasmo de los 12 de diciembre. La gente no se precipitaba para ganar lugar en las filas de sillas. Si el altar de la Virgen de Guadalupe era, como siempre, el más saturado de veladoras de la catedral, los creyentes dejaban su lugar casi con prisa a otros fieles. Y, al contrario de cada otro año, éramos menos. Esta ligera, casi imperceptible disminución podía atribuirse a la lluvia. Un aguacero caía sobre París.

De pronto, la opresión reinante se evaporó: aquí y allá fueron surgiendo las pancartas con el número 43 inscrito en ellas, unas pidiendo justicia, otras reclamando la verdad de las complicidades, el contubernio. Todo en silencio. Un silencio más sonoro que el de los gritos, el silencio de los muertos, ahí, en Notre-Dame.

“…en silencio/ como se hace la luz dentro del ojo…”, iluminados por los mensajes de las pancartas, tan pacíficas, tan amenazantes para el poder reinante, vuelto usurpador cuando no sabe responder, los asistentes a la tradicional misa del 12 de diciembre no pudieron cantar en el atrio de la catedral. ¿Los aguaceros lo impedían? No, el entusiasmo de ser mexicano, aunque en el extranjero, derriba cualquier obstáculo.

Lo que hubo fue una fiesta íntima: la seguridad de hacerse justicia.