Opinión
Ver día anteriorSábado 8 de noviembre de 2014Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Nueva refutación del Estado
L

a lógica del acontecimiento. Si quieres paz, preocúpate por la justicia: es el lema más antiguo de cualquier orden político. Hace poco Zygmunt Bauman lo recordó para explicar los orígenes sociales de la frontera movediza que borra en tantos lugares los límites entre el crimen y la política. Y es esta misma enseñanza la que no aparece por ningún lado en las tácticas mediáticas, las evasiones, las indefiniciones y los ninguneos con los cuales el gabinete actual (los padres de los desaparecidos de Ayotzinapa sostuvieron un encuentro con sus miembros el 29 de octubre) intenta infructuosamente, desde hace cinco semanas, evadir sus responsabilidades frente a la exigencia de encontrar a los 43 normalistas.

No obstante su lejana antigüedad, esa sabiduría mantiene la adhesión a su contenido. Una manta en la manifestación del miércoles pasado la reiteraba en su display moderno: Sin justicia para la sociedad, no habrá paz para el gobierno. (Borges decía que las ideas y los conocimientos cambian, mientras que la sabiduría es lo único que permanece.) En este caso, el cambio es que la justicia ha adoptado en la actualidad el cariz de un concepto prácticamente global o planetario (a veces, la globalización ofrece ciertas ventajas). Si por justicia entendemos en primera instancia, como Rousseau, no las leyes, ni las instituciones, ni los magistrados, sino la empatía con el sufrimiento humano, precisamente más allá de las leyes y los magistrados, sus impresiones atroces y la ostentación de su indiferencia nos llegan a diario al lugar donde nos encontremos por vía de Internet, Facebook y Twitter. Ya no existen como antes lugares remotos o lejanos afuera de la mirada del mundo. El mundo nos toma por sorpresa a cada momento en la breve superficie del iPad.

El Estado mexicano podrá haber ocultado o manipulado ante la propia población (durante dos sexenios y medio) –siempre mediante la coerción y la amenaza– el tejido que une a sus estructuras formales con las atroces redes de ese otro subestado criminal, pero el crimen de Ayotzinapa se encargó de ponerlo en el centro de la mirada-mundo. No basta Internet para ello. El acontecimiento de hoy sólo subsiste fuera de la red: en los libros, las conversaciones, los encuentros y las calles. Sin el arrojo de los padres de familia, sin el movimiento civil de Guerrero y las movilizaciones estudiantiles, la clandestinidad habría ganado de nuevo la batalla.

Ante la mirada-mundo, algunas (pocas) estructuras de impunidad y clandestinidad se derritieron en tan solo un mes (así sea por este momento). Como el ladrón que huye a destiempo cuando los faroles ya se encendieron, los operadores del gobierno aparecieron in fraganti con las manos llenas de indolencia e indiferencia. Ayotzinapa representa en efecto una vergüenza para la nación, pero para la nación de quienes ejercen el gobierno de las cosas y las vidas.

Si Ayotzinapa es la punta del iceberg, el Estado es el iceberg. Por lo pronto, la otra nación –la que mantiene su empatía con el sufrimiento humano– se encuentra ya en movimiento. La gente ha salido a las calles a manifestar no sólo su indignación, sino algo más profundo: la conciencia de una impugnación no de este o aquel aspecto de la vida política, no de una u otra ley, tampoco de uno u otro funcionario, sino la conciencia de que bajo el orden actual cualquier ley, por más mejoras que prometa, estará condenada al fracaso; cualquier funcionario podrá caer bajo la lógica criminal; cualquier reforma quedará atrapada en el papel.

¿Qué es lo que hay entender bajo ese orden? Lo que afirma la pinta arriba mencionada es la formulación política más lúcida de la última década: El Estado es el iceberg.

Comencemos por los detalles. La metáfora del Titanic es bastante elocuente al respecto. A este grandioso navío lleno de esperanzas no lo hundió la punta del iceberg –que divisó su capitán–, lo hundió el iceberg clandestino bajo las aguas del mar.

Por lo pronto, el caso de José Luis Abarca, el ex alcalde de Iguala, se ha vuelto un marasmo para las autoridades. Desde hace un mes, la misma pregunta, sólo que ahora en circunstancias distintas: ¿cómo es posible desaparecer a 43 seres humanos de la faz de la tierra sin dejar rastro alguno? Y a cada día que se pospone la respuesta, la cuenta regresiva corre para los encargados de la PGR, la Secretaría de Gobernación y los otros encargados de la investigación. La novedad es que el ex alcalde se niega a declarar. Y si lo incomunicaron en una cárcel de alta seguridad de la manera más súbita es sólo para impedir que declarara lo que podría ahondar la incertidumbre. Si la mayoría de los medios (en México muestran invariablemente un síndrome hacia lo oficioso) querían construir el caso Abarca por lo que es –un homicida que se hace del poder en Iguala respaldado por los poderes locales–, hoy está incomunicado por lo que representa: la expresión de esa amalgama que recorre todo el país en la que los negocios, la política y el crimen se ponen al servicio de la violencia y la represión social. ¿Cuántos Abarca por doquier no están ejerciendo hoy el poder local? Llegamos así al punto central: la hora de exigir la verdad, estado por estado, municipio por municipio. Cierto, la verdad, en los medios, es siempre una construcción (por ello un régimen necesita siempre ser sostenido). Pero no la que afecta a los padres que han perdido a sus hijos.

Organiza tu rabia. Convertir al Estado en su conjunto en el centro de la impugnación es la genial salida que sirve para desmantelar la estrategia que pretendía separar el caso de Guerrero de la situación general. Es el mayor logro de la rectitud de los padres de familia, del movimiento civil de Guerrero y de las movilizaciones estudiantiles. Como en tantas otras ocasiones en la historia del siglo XX mexicano, los estudiantes se han convertido una vez más en el corazón del presente.